«El objeto de la transgresión nunca es exterior»

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Mohamed Mbougar Sarr, escritor


La conversación con Mohamed Mbougar Sarr (Dakar, 1990) tiene lugar en una sala del Instituto Francés en Madrid. La más recóndita memoria de los hombres, trabajo con el que ganó el Premio Goncourt en 2021, es un libro de búsqueda, la que conduce por infinidad de itinerarios a un escritor africano, T. C. Elimane, aclamado y luego desterrado por robar las palabras escritas por otros.


En la cita de Roberto Bolaño con la que arranca el libro se habla de la distancia que hay entre la obra, el autor, la crítica y el público. ¿A qué distancia se encuentra de esta novela?

Hoy, que ya está publicada, comienzo a sentirme cada vez más alejado, aunque es paradójico, porque ahora que ha sido traducida a otras lenguas soy yo el que la acompaño en ferias del libro en Francia. Pero la acompaño como si fuera una soberana y yo un servidor, un criado… Yo estoy en el séquito que acompaña al libro, pero el libro pertenece más bien a esas otras instancias de las que habla Bolaño: los lectores, la crítica… Por mi parte, empiezo a estar un poco lejos, y lo miro con una mezcla de extrañeza, curiosidad y divertimiento.

Con La más recóndita memoria de los hombres gana el Goncourt, pero tenía obras previas. ¿Siente que esos trabajos son los patitos feos de su trabajo?

Una de las cosas que más me interesan del premio es que permite poner luz sobre mis libros precedentes. Mucha gente pensó que era mi primera novela, pero han descubierto que ya tenía otras tres [Terre ceinte, Silence du chœur y De purs hommes]. Estoy muy contento de que el premio haya llegado después de tres novelas, porque hubiera sido mucho más difícil vivir una historia como esta si hubiera sido el primero. Asumo, evidentemente, mis tres trabajos anteriores, no son textos de los que reniegue. Sin embargo, estimo que esta es mi novela adulta… Quien se interese por esta novela puede ver que en ella están presentes temáticas y motivos que ya aparecen en las anteriores en un estado, tal vez, potencial.

Bolaño, Bolaño, Bolaño… Le preguntamos siempre por el poeta y escritor chileno.

Es muy difícil hablar de Bolaño, sobre todo aquí, en España… Él ha sido extremadamente importante para mí y para esta novela, por supuesto. Ha hecho que fuera capaz de pasar de nivel. Como escritor, le debo el hecho de tener mucha más libertad a la hora de escribir, pero también la idea de que una novela no tiene que ir necesariamente desde un punto ‘a’ hasta un punto ‘b’ de forma lineal, sin estar permitido jugar, perderse, llegar a puntos muertos… Le debo también mucho la libertad en la puesta en escena de la lengua, en una búsqueda… casi sin objetivos, o sin más objetivos que caminar, que buscar. Bolaño me ha liberado en un aspecto particular, el de que la literatura pudiera ser el sujeto de la propia literatura sin separarse de la vida. Una vez que has encontrado un maestro literario, la única cosa que se puede hacer es caminar siguiendo sus pasos y, enseguida, encontrar otro camino.


Dos hombres en la librería Naji Mega Bookstore, la más grande de Argel, la capital argelina. Fotografía: Bilal Bensalem / Getty. En la imagen superior, Mohamed Mbougar Sarr el día de la entrevista. Fotografía: Javier Sánchez Salcedo

¿Qué otros autores le marcan la senda?

Yambo Ouologuem [escritor maliense fallecido en 2017, autor de Deber de violencia, trabajo que recibió una gran acogida por parte de la crítica y el público, aunque fue acusado posteriormente de plagio], a quien dedico el libro… El senegalés Cheij Hamidou Kane, el marfileño Ahmadou Kourouma, también Léopold Sédar Senghor… Todo esto si hablamos de africanos. Luego, con respecto a autores del resto del mundo, tengo una biblioteca muy diseminada: Mijaíl Bulgákov, Borges… Es muy difícil cuando tengo que citar a los autores que han influido en mí, pero digamos que cuando llego a ­Europa…

¿Con qué edad?

Con 19 años. Cuando llegué a Europa, durante algunos años leí a autores del mundo entero… Me desplazaba geográficamente de la mano de autores rusos, alemanes, autores de lengua española… En cada zona del mundo hay autores que me han interesado.

Antes hablaba de la libertad, ¿cómo se aprende a la hora de escribir?

Sí, sí, se aprende, pero no es un aprendizaje abstracto o académico… Como lector, cuando encuentras personajes que presentan la experiencia de la libertad, por puro mimetismo. Y cuando eres un lector consecuente, es decir, un lector que cree en la verdad de esa ficción, se plantea la cuestión de si uno mismo comprende lo que significa ser libre. ­Cuando escribimos, la pregunta sobre la libertad que debemos hacernos es cuál es nuestra aportación a nuestra cultura, a los valores, en ocasiones conservadores, de nuestra cultura, cuál es nuestra aportación al pudor, a la cuestión de la transgresión… ­Pero no a una transgresión fácil, porque hay transgresiones fáciles, sino una transgresión mucho más profunda, que tenga que ver con uno mismo… Porque la transgresión nunca es exterior, el objeto de la transgresión nunca es exterior, o al menos en un primer momento nunca es exterior. En primer lugar es algo que tiene que ver con uno mismo… Y todo esto lo he ido aprendiendo y probando en la vida a través de la lectura.

¿Cómo es su literatura? ¿Africana? ¿Senegalesa? ¿Literatura a secas?

Es todo eso a la vez: senegalesa, africana, francófona e incluso, aunque la palabra es abstracta, universal. Lo problemático sucede cuando uno se deja encerrar o encasillar desde fuera. Soy consciente de las ambigüedades de un escritor africano hoy en día. Son ambigüedades en primer lugar políticas, puesto que por desgracia una gran parte del mercado literario se juega fuera del continente. Hay grandes escritores africanos, pero las estancias de legitimación, las instituciones que, por ejemplo, dan los premios literarios más importantes a nivel global, están fuera de África. Aunque existe un lectorado africano, la masa de lectores está fuera del continente africano. Los problemas que se plantean a los escritores africanos, vivan en África o en la diáspora, pasan por encontrar una escritura que alcance al máximo de lectores y decidir, por ejemplo, si escribir para los africanos o para público fuera del continente. En el fondo, el problema del autor es encontrar su voz, su voz más individual.

Ngu˜gı˜ wa Thiong’o, uno de los principales defensores del uso de las lenguas africanas en la literatura que se escribe en el continente. Fotografía: Javier Sánchez Salcedo
¿Tiene en esta reflexión alguna influencia la lengua? Autores como Ngu˜gı˜ Wa Thiong’o apuestan por la narrativa en su lengua materna, mientras que otros como Senghor lo hicieron por el idioma de la metrópoli.

Habla de dos autores que parecen muy alejados el uno del otro. ­Senghor ha escrito en francés, mientras que Wa Thiong’o ha promovido la escritura en su lengua materna, el kikuyu, pero en el fondo ambos buscan lo mismo, es decir, exponer lo mejor posible lo que llevan dentro. La opción de Wa Thiong’o es muy legítima, pero tiene sus límites. Si yo escribiera en serer o en wolof, no sería más leído simplemente por una cuestión elemental de capacidad, de que el público tenga o no la facultad de leer. En Senegal estas lenguas no se enseñan a la mayoría de la población. Es necesario, tal vez, encontrar otro espacio para plantearse la cuestión de a quién te diriges y cómo hacer para que la mayoría de gente nos lea.

La narrativa africana se nutre, en buena medida, de la historia del continente. ¿La literatura se puede convertir en una vía de acceso al pasado de África para los lectores occidentales?

En la novela africana… habría que especificar, porque muchos temas se repiten: la inmigración, la cuestión social, los temas políticos, los niños soldados… Sin embargo, yo creo que es una forma… [se detiene y reinicia el discurso] La dificultad es descubrir otros motivos que puedan formar parte de esa literatura, temas más lúdicos o simplemente existenciales y que den una imagen diferente del continente africano. Creo que también es cuestión de relaciones de las fuerzas políticas, porque muchas de las instancias de legitimación fuera del continente africano, y en particular europeas, prefieren textos que aborden esos temas de los que hablamos y que consiguen reducir el continente a esa imagen. Esto conforma una cierta sociología literaria, se crea una imagen literaria muy peligrosa porque los escritores africanos pueden interiorizarla y pensar que para tener reconocimiento deben escribir sobre esto. Pero eso no es cierto. Es un peligro desde el punto de vista político, aunque estéticamente es también un empobrecimiento muy fuerte.

Habla de autores y de influencia política, pero ¿y los lectores de fuera del continente? ¿Por qué leemos aquí sus obras?

Es una de las cuestiones que atraviesan mis novelas. ¿Cómo se lee, desde Occidente, a los escritores africanos? ¿Cómo los reciben? ¿Con prejuicios? ¿Esperan que satisfagan la expectativa particular del exotismo? ¿Se dan cuenta de que ese exotismo ha sido construido por ellos mismos? ¿Encasillan a los autores y se encasillan a sí mismos? Esto ha prevalecido durante mucho tiempo porque ha habido una historia colonial que sigue teniendo efectos y en la que uno de sus pilares era la construcción de una imagen completamente deformada del continente africano. A menudo, los autores responden a esos tópicos del continente africano.

El periodista Marc Basset dijo que usted escribe sobre escritores africanos perdidos por Europa y enfermos de literatura ¿Puede un literato enfermar de literatura?

Claro que puede estar enfermo de literatura, porque todas las pasiones tienen el riesgo de hacerte enfermar. En la primera parte de mi novela se ve que los jóvenes escritores africanos surgidos de la migración, cuya pasión es la literatura, tienen debates y discusiones donde la literatura es el corazón, el centro en sus círculos de amistad. Pero la literatura para ellos no es solo un objeto abstracto, viven de eso. A partir de la literatura nacen sus amistades o sus relaciones amorosas. Pero, al mismo tiempo, en la literatura plantean cuestiones políticas, de su situación como inmigrantes extranjeros y marginados en el interior de Francia, en París. Por tanto, la novela responde bien a esta descripción de autores africanos enfermos de literatura y, además, hay un trasfondo histórico… La trayectoria del personaje central, T. C. Elimane, sigue más o menos la trayectoria del siglo xx, toca parte de la Primera Guerra Mundial, y atraviesa la Segunda, el colonialismo, la historia poscolonial, las tentativas de construcción de los estados africanos, pero también sudamericanos… Aunque todo esto está en la novela, el hilo central es el amor por la literatura y la tentativa de ver en qué punto la literatura y la vida se juntan y forman la misma energía.


Mohamed Mbougar Sarr el día de la entrevista. Fotografía: Javier Sánchez Salcedo


Una de las consecuencias de la colonización fue el robo de obras de arte que ahora, con muchos matices, están empezando a ser restituidas. ¿Cuál es su opinión acerca de este proceso? 

Es un proceso muy lento y no pienso que se vaya a producir de forma brusca y que vayan a ser devueltos de golpe todos los objetos robados o recuperados que están custodiados en museos europeos, en Francia en particular. Llevará su tiempo porque, además de que se da cierta resistencia a esta restitución, hay que respetar la legislación. No me importa saber si se trata de una decisión politiquera o si procede realmente de una actitud sincera, lo que me interesa es que los procedimientos se sigan y que los objetos comiencen a regresar. Cuando lees el informe que han redactado Felwine Sarr y Bénédicte Savoy (ver MN 679, pp. 20-25), te das cuenta de que se cumplen todas las condiciones para que las obras de arte sean restituidas. En este contexto, el trabajo de descolonización debe hacerse para, enseguida, permitir la circulación de estas obras, que son patrimonio de toda la humanidad. La idea que subyace detrás de todo esto no es la de apropiarse una obra de arte y decir: «Es mía y no se mueve», sino que se trata de una obra para toda la humanidad. Hoy la situación no es igualitaria, y no lo es porque el desequilibrio entre las partes que ha provocado la dominación o el robo continúa produciéndose hoy.

¿Sigue la actualidad de su país? ¿Cómo ve la deriva del presidente Macky Sall y de su Gobierno?

Tengo la impresión de que en Senegal hay una petición muy fuerte, radical, de justicia social y de libertad. El Gobierno actual no responde siempre a esta demanda, lo que provoca una impaciencia que se manifiesta cada vez más en la juventud. También percibo que hay una mayor vigilancia por parte de la sociedad, la gente está más atenta.

En varios países africanos, Senegal incluido, hay una emergencia de movimientos sociales con un fuerte componente juvenil. ¿Se siente vinculado a ellos de algún modo?

Sí, los considero muy interesantes por una razón muy concreta: lo que han llevado a cabo en tan poco tiempo, y de manera absolutamente espontánea, es la educación política de toda una generación de jóvenes africanos, y hablo de personas más jóvenes que yo. La primera experiencia de una conciencia política revolucionaria, o al menos más exigente con respecto a la democracia, se ha materializado a partir de esos movimientos. Sin embargo, no hay que obviar que esos movimientos son criticables por muchas razones; por ejemplo, cuando se exige la dimisión de un presidente, o se consigue que un presidente deje el poder, se plantea una cuestión: «Y ahora, ¿qué hacer?». Nadie lo sabe muy bien. Pero, bueno, esto vendría después. Antes, con la espontaneidad y la velocidad con que los movimientos se han desarrollado, han conseguido en pocos días lo que todo un país intenta hacer durante décadas, y yo encuentro esto muy interesante hoy.



El movimiento senegalés Y’en a Marre organizó en febrero de 2019 en Dakar un diálogo ciudadano con el candidato a las presidenciales Ousmane Sonko en la Casa de la Cultura Douta Seck. Fotografía: Carmen Abd Ali / Getty


Estos movimientos sociales, con distintas motivaciones y repercusión, han logrado cambios políticos reales en algunos países. ¿Cree que son uno de los referentes globales en la actualidad?

Esos movimientos se podrían estudiar como fenómenos políticos interesantes para la investigación. Pueden ser objeto de estudio, pero lo que es realmente importante es que sean eficaces para la sociedad particular en la que se expresan. Pienso que los movimientos aparecen por esta razón y que, en el fondo, todos los que están más comprometidos, los que resisten y critican, se constituyen para una sociedad particular, y desde el exterior deben venir para estudiar lo que pasa. A menudo, un movimiento que se ha creado en un país concreto por una razón particular no es replicable en otros escenarios. Por ejemplo, cuando el Che Guevara llegó al continente [entre abril y noviembre de 1965 estuvo en Congo –actual RDC– para apoyar al Ejército de Liberación de Congo. Presionado por la Organización para la Unidad Africana, abandonó el país. El propio Che calificó de «fracaso» esta experiencia] se podían establecer muchas correspondencias, pero aquello no fue concluyente, tal vez porque, sencillamente, no era su ­espacio.  

PARA SABER MÁS



Por Alfonso Armada

Aunque mayor según algunos parámetros para este espectro que queremos dibujar de jóvenes creadores africanos, pocas pintoras tan elocuentes, ambiciosas y conmovedoras como la etíope Julie Merethu (Adís Abeba, 1970). Los grandes cuadros con los que plasma capas y estratos de ciudades y seres nos hablan del vigor de un arte –lo comprobamos en el Centro Botín de Santander– que encuentra eco creciente entre coleccionistas, museos y galerías de EE. UU. y Europa. Merethu ha inspirado a muchos a seguir un camino de exigencia que ha logrado el reconocimiento. Figuras como el camerunés Maxime Manga (1999) y su afrofuturismo minimalista [en la imagen, Reina de la tierra, obra del camerunés], o la nigeriana Njideka Akunyili Crosby (Enugu,1983), son dos ejemplos extraordinarios, apenas tres puntas de lanza de un panorama riquísimo, que tiene en el bailarín e intérprete nigeriano Qudus Onikeku (Lagos, 1984) «un artista atípico». Fue uno de los tres invitados en la primera presencia de Nigeria en la Bienal de Venecia, que se hizo realidad en 2017. A estos nombres habría que sumar, en el campo de la fotografía, los de Eric Gyamfi (Ghana, 1990), Kgomotso Neto Tleane, retratista de la Sudáfrica urbana y de la gente común, o el sudanés Abdelaziz Mamoun Hisham, que también se esmera en reflejar la urdimbre urbana de un país que busca denodadamente la senda democrática.

Mientras la mozambiqueña Assa Matusse (Maputo, 1994) y la saharaui Aziza Brahim (Tinduf, 1976) son exponentes de dos estilos y de dos tradiciones musicales en dos extremos del continente, hay que celebrar el talento polifacético del cantante, compositor, actor y novelista sudafricano Nakhane ­Mahlakahlaka (Alice, 1988) y del también cantante, rapero y escritor Gaël Faye (Buyumbura, 1982, hijo de francés y ruandesa). Faye plasmó en Pequeño país una de las mejores y más conmovedoras novelas escritas sobre el genocidio ruandés de 1994 (ver MN 641, pp. 48-50, y MN 684, pp. 58-59). 

Es justamente en el territorio de la literatura donde no dejan de aparecer más y más creadores que ayudan a reconocer la polisemia africana. Esto es apenas un mínimo elenco fruto de un radar que no deja de captar voces valiosas. La sudafricana Kopano Matlwa (Pretoria, 1985), con libros como Nuez de coco (que en la simbología del país se refiere a ser negra por fuera pero blanca por dentro), con un talento tan fino como su oído a la hora de recoger los deseos y frustraciones de quienes llegaron al mundo años después del fin del apartheid (ver MN 669, pp. 52-53). Hay otras mujeres a tener en cuenta y a no dejar de leer, como Nathacha Appanah (Isla Mauricio, 1973), con libros como Trópico de violencia (ver MN 657, pp. 46-48) o El último hermano; o la politóloga y novelista ecuatoguineana Trifonia Melibea Obono (Evinayong, 1982), que ha mostrado su valentía al publicar obras como La bastarda o Herencia de bindendee.

En Guinea Ecutaorial también nació uno de sus escritores más irónicos y originales, Juan Tomás Ávila Laurel (Malabo, 1966), que acaba de publicar Dientes blancos, piel negra (ver MN 685, pp. 52-53), y que en su documental El escritor de un país sin librerías muestra sin ambages lo que es ser un autor en la antigua colonia española. A destacar también el sudanés ­Abdelaziz Báraka Sakin (Kasala, 1963), con joyas como El Mesías de Darfur (ver MN 672, pp. 48-50, y MN 677, pp. 52-53), o el congoleño Alain Mabanckou (Pointe-Noire, 1966), de quien se acaba de publicar en España Las cigüeñas son inmortales; el periodista angoleño Luis Fernando (Tonessa, 1961), autor de La salud del muerto, o el congoleño Fiston Mwanza Mujila (Lubumbashi, 1982), que compuso la estupenda Tranvía 83. Mucho que leer para vivir más.

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