Atasco

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[Fotografía: Javier Sánchez Salcedo]

 

El tráfico se detiene. Decenas de motos zigzaguean entre los coches y continúan su camino despacio, hasta que ellas también se enredan en la densidad de la calle. Una marabunta de peatones cubre las aceras y las desbordan. Sortea tenderetes, puestos donde algunos se paran a comer un plato de arroz o simplemente un café soluble y un buñuelo. Saltan desagües abiertos por donde corren aguas sucias y se acumula basura. Evitan mercancías, maniquíes, torres de neumáticos usados o anuncios de productos maravillosos que se exhiben delante de las tiendas. Aprovechan para cruzar de orilla y rellenar los huecos que quedan libres entre vehículos y motos.

Los conductores se impacientan e inician un concierto estridente de claxon que se enzarza con las músicas a todo volumen que brotan de las ventanillas abiertas. Los cobradores de los transportes de pasajeros (troc-troc, matatu, poda-poda, car rapide…) insultan y amenazan a los que no se mueven mientras ofrecen pasajes a los caminantes.

Una legión de vendedores se acerca hasta los vehículos varados. Los artículos más inimaginables son puestos a disposición de los viajeros: ambientadores de aromas apabullantes, alfombrillas o cubreasientos de felpa transida por rayas de tigre o puntos de leopardo, herramientas, enchufes, luces de mil colores, perchas, pinzas para la ropa, juguetes varios, flotadores con forma de animales que no inspiran confianza, rizadores de pelo, tostadoras de pan, linternas solares, lociones que prometen milagros, teléfonos móviles, medicinas para cualquier tipo de mal, ropa interior para todos, calcetines, camisetas, utillaje variopinto de plástico, juegos de café o té, chanclas, zapatos y bolsos que pretenden ser lo que no son, los últimos éxitos musicales o de Nollywood… Mientras los conductores lanzan gritos y pitidos, los pasajeros disimulan su desasosiego con el manoseo de estos productos y la conversación con aquellos que los ofrecen: preguntan precio, regatean, se quejan de lo caro que está todo, de lo poco que duran los salarios, o de lo difícil que es llevar dinero a casa. Alguno compra y el resto se abanica o se seca el sudor de frente, cara y cuello.

Ahora aparecen niños con pequeñas neveras repletas de bolsas de agua, aparentemente fresca. Otros anuncian botellas de agua mineral o refrescos. Los hay que ofertan cacahuetes tostados, fruta, a veces pelada y troceada para facilitar su consumo, galletas y bizcochitos –industriales o caseros– varios, caramelos, chicles, diversos tipos de pan, bolsas de gari, attiéké, akara, bobolo, chikwangue…

Los vehículos empiezan a deslizarse lentamente. Esto no impide que los mercaderes continúen con su faena, incluso si tienen que correr tras alguno para cobrar. El tráfico acelera y se siente un alivio sostenido en el aire tórrido que envuelve la escena. Avanza hacia el cruce donde varios agentes de tráfico charlan entre sí o miran sus teléfonos móviles, indiferentes a lo que ocurre a sus espaldas, y discurre hacia el próximo parón que no tardará en producirse.

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