«Cuando llegamos a Wukro había solo un católico»

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P. Ángel Olaran, misionero de África (Padres Blancos) en Tigray (Etiopía)


La Parroquia de la Presentación de María, en Wukro, cuenta con muy pocos fieles, reflejo de la realidad del país, donde los católicos suponen apenas el 1% de la población. Esta Iglesia minoritaria se vuelca, sin embargo, en la labor caritativa y asistencial. En ella trabajaba hasta finales de octubre el P. Ángel Olaran. El coronavirus y la guerra en Tigray retienen a este misionero de África en España.

Para ubicarnos, ¿qué es Tigray para usted?

No es un sitio donde he trabajado, sino un sitio al que pertenezco o que me pertenece. Por la manera en la que me ha acogido la gente, mis raíces vascas ahora tienen un injerto muy fuerte que es Tigray, y no lo es porque haya vivido allí, sino porque me siento de allí. Lo que ocurre allí me ocurre a mí, mientras que lo que ocurre aquí, no me ocurre a mí. Es donde me gustaría morir, seguro.

¿Qué le han dado los tigrinos para que se sienta así?

Mucha serenidad, acogida… Aunque estuvieran en la peor de las condiciones, me han dado una sonrisa que llenaba toda la habitación. He dicho alguna vez que aquellas casas son museos de miseria pero templos de dignidad. Cuando llegué, hace veintitantos años, estaba todo desvencijado, y aunque no tenían ni una silla, te ofrecían una piedra para sentarte. No había nada en aquellas casas, pero lo tenían todo para estar a gusto, para estar bien. No tenían nada más que una cara, unas manos que te acogían, que te abrazaban, y no había más. Aquí, pasas a un salón y hay tantas cosas, una lámpara, un cuadro, un no sé qué, todo muy bien ordenado, y las personas pasan casi desapercibidas. A veces lo que menos cuenta es la persona que te ha acogido. Allí no tenías nada más que la persona y no faltaba nada. En la sencillez está la plenitud, toda la verdad y toda la sinceridad. 



Una mujer trabaja durante la época de la cosecha en Tigray. Foto: Marta Carreño


¿Qué hacen los Misioneros de África en Wukro?

Hasta nuestra llegada no había habido una presencia católica estable en la zona. Por eso, según iban acercándose a nosotros, o nos íbamos sentando con ellos, íbamos conociendo problemas y situaciones concretas. Así hemos tenido acceso a la cárcel, a los hospitales, a las escuelas, a la agricultura, a la reforestación. Alguien me decía que somos como el comodín en Wukro. Si hay una necesidad y podemos echar una mano, allí vamos. De alguna manera, en todos los sitios tenemos las puertas abiertas, y ellos también encuentran abiertas las nuestras. Ha habido una colaboración muy bonita que ha facilitado mucho nuestra presencia y nuestro trabajo.

¿Les gusta ser el comodín?

El hecho de que vean que estamos para ayudar, que podemos apoyar, aunque no sea económicamente, a veces espiritualmente, a veces aportando nuestra opinión… significa que hay una confianza mutua. Olvídate si quieres de la palabra comodín, pero esa forma de estar significa que eres parte de la ciudad. Aquí he aprendido la calidad de la acogida, de la escucha, como que encajas.

¿De dónde venía cuando llegó a Etiopía?

De Tanzania.

¿Qué diferencias hay entre estas dos comunidades?

En los dos sitios he sido misionero y sacerdote, pero en Tanzania fui más bien un misionero dentro de la ortodoxia… Formábamos a las comunidades cristianas allí. Nuestra comunidad atendía a unas 70 poblaciones, y en cada pueblo había un grupo que animaba la vida cristiana de aquella gente. Poníamos bastante énfasis en formar a estos líderes en cada grupo para que cada vez tuvieran una parte más activa en todo lo que es desarrollo de la vida cristiana en aquellos pueblos. Éramos dos sacerdotes para 70 pueblos, y algunos de ellos a unos  100 kilómetros de nuestra casa, por lo que cuando íbamos allí, si había algún bautizo o matrimonio, ellos ya habían valorado cada situación. Estos líderes de las comunidades cristianas ya habían animado y dirigido todo el proceso, y a nosotros nos quedaba la parte sacramental. 


Sacerdote ortodoxo en la iglesia excavada en la roca de Abreha We Atsbeha, cerca de Wukro. Fotografía: Marica Van Der Meer/Getty

¿A nivel humano también había diferencias?

En Tanzania, donde nos encontrábamos, la gente tenía bastante terreno para cultivar, y aunque utilizaban métodos tradicionales, tenían la comida garantizada, tenían lo suficiente para cubrir alimentación, salud, ropa… Eran pobres pero podían llegar a la siguiente cosecha. En Tigray, por hablar de algún modo, en lo económico la situación era de miseria. Miseria económica, no humana. No había nada. En Tanzania existe la -familia extendida, y si un niño se queda huérfano, automáticamente hay un sitio donde encaja. Sin embargo, en Etiopía no existe ese modelo de familia, por lo que si un niño se quedaba huérfano o si un anciano se quedaba solo, no tenía dónde ir. Cuando llegamos, en Mekele, la capital de Tigray, no sé si tenían ni un kilómetro de asfalto, y no había ningún coche privado, solo había unos pocos de la Administración. En Wukro, como dije antes, no había constancia de ninguna presencia católica, pero se empezó a construir la escuela, y con ella empezamos a tener actividades sociales con la población. Lo último que se construyó fue la iglesia, cuando en otros lugares lo primero es el templo y luego todo lo demás. Es una situación completamente distinta a lo que encuentras en otros sitios.

La situación de arraigo de la Iglesia en un sitio y otro es completamente diferente.

En Tanzania la Iglesia católica tenía unas raíces muy fuertes. En nuestra zona, muchas de las iniciativas sociales o escuelas y hospitales que tenía la Iglesia las asumió el Gobierno, por lo que nos quedamos libres de esos servicios. Sin embargo, aquí estábamos bajo cero. Tuvimos que empezar de la nada. Por ejemplo, cuando fuimos al hospital, no tenía techo. El tejado hacía de techo y había palomas en las camas de los enfermos, no había luz, ni puertas… Todo estaba desmantelado. En la cárcel no había letrinas. Así empezamos a empujar poco a poco. La iglesia como edificio y como servicio llegaron después. En Wukro había solo un católico, por lo que no hacía falta esa presencia sacramental o catequética. Ahora hay más, puede que unos 300 o 400, porque muchos de los funcionarios o empleados son católicos que han venido de fuera, pero estos no se sienten de la parroquia de Wukro, se sienten parroquianos de su lugar de procedencia. 


Una niña beneficiaria del proyecto de huérfanos en Wukro. Fotografía: Marta Carreño


Por las cifras que nos da, la valoración de su trabajo y del vigor de la Iglesia en Wukro no depende del número de bautizados. 

En su libro sobre Etiopía, el P. Juan González Núñez dice que la Iglesia católica no está considerada como una Iglesia clásica porque no se dedica al proselitismo. Sin embargo, con menos de un 1 % de católicos  etíopes, sí estamos metidos de lleno en obras sociales. Desde un principio, el obispo nos decía que no hay que hacer católicos procedentes de comunidades ortodoxas, ya que somos comunidades hermanas. En una familia, dos hermanos tienen los mismos derechos, y eso lo teníamos clarísimo. Creo que hemos llegado a tener unos mil y pico católicos. Y junto a eso, trabajamos con 2.600 huérfanos, y a ninguno se nos ha ocurrido decirles que vinieran a celebrar la Navidad con nosotros, aunque ese día hacíamos una comida con ellos. No hemos contemplado que tuvieran que venir a rezar con nosotros o que se hicieran católicos. Esto supone que haya quien diga: «Parece que no os gusta hacer católicos», mientras que yo pienso que estoy trabajando para la gente, y eso vale mucho. Pero las estadísticas no cuentan para nada, para nada. En Tigray nunca ha habido obsesión por bautizar a la gente.

La región está en pleno conflicto, ¿cuál es el papel de la Iglesia católica en una zona profundamente herida?

Allí somos muy minoritarios. Con la gente hay que hacer lo que se pueda, pero tampoco hay dinero porque los bancos están cerrados. El apoyo moral, la cercanía, quizás ofrecer algún sitio a la gente para que pueda dormir, depende de la situación… ¿Comida? No hay mucha, son bastantes los que no tienen acceso a ella. Cuando me dicen que estoy mejor aquí y me preguntan qué podría hacer en Wukro, yo digo que estar con ellos, con la gente, continuar con una presencia de muchos años. El 80 % de la población de Tigray es ortodoxa, y casi todos los beneficiarios de nuestros proyectos, yo me atrevería a decir que el 95 % de la gente con la que trabajamos y a la que apoyamos, como los huérfanos, las mujeres o cualquier otra iniciativa, son ortodoxos. La Iglesia ha tenido alguna influencia en todo esto, el obispo católico estuvo en Sudán para las conversaciones de paz, pero ahora mismo la Iglesia no tiene ninguna fuerza, nada. He escuchado, aunque no lo tengo confirmado, que la Iglesia católica en Tigray habría escrito a la Conferencia Episcopal etíope quejándose de la situación. Desde allí, lo que la Iglesia puede hacer es ver lo que ocurre y echar una mano donde pueda con los medios que tiene.





Para saber más



Por Alfonso Armada



A Etiopía hay que ir para saber qué es África –no por casualidad allí tiene su sede la Unión Africana– y para hacerlo, nada mejor que empezar con la Historia de Etiopía (Ediciones del Viento) que un vecino de la aldea madrileña de Olmeda de las Fuentes, Pedro Páez, escribió en portugués. Muerto en 1622, sus más de 1.000 páginas se remontan a Salomón y la Reina de Saba y concluye en el siglo XVII, esta obra ciclópea estuvo durante casi 400 años inédita en español. 

El periodista gallego Carlos Agulló hace en Addis Addis (Sial Pigmalión) una crónica navegable del país con el que hoy nos encontraríamos, salvo la etapa del actual primer ministro, Abiy Ahmed Ali, que malogró su prematuro Nobel de la Paz tras la represión que desencadenó contra los secesionistas de Tigray. Hablando de su libro, Agulló recordó que «los estereotipos son una trampa que desfigura la realidad. Etiopía, con una historia cargada de sufrimiento, es también, y no en menor medida, un país con una cultura milenaria y riquísima apenas reconocida». Un complemento vitamínico extraordinario es No lo hice por ti (Intermón Oxfam Ediciones), de la gran reportera británica Michela Wrong. El relato de dos naciones, Eritrea y Etiopía, y dos líderes contemporáneos que han marcado las últimas décadas de dos naciones que eran una: Meles Zenawi e Isaias Afewerki. El segundo se ha convertido en implacable dictador eritreo.

Pese a sus muchas licencias poéticas, que reducen su rigor pero no su belleza ni su capacidad evocadora, El emperador (Anagrama) del grande a pesar de todo Ryszard Kapuscinski, con una fantástica recreación (y creación) del mundo del emperador Haile Selasie.

Por último, dos películas: Efraín, de Yared Zeleke, que narra la pérdida de la inocencia de un niño en la Etiopía rural contemporánea y fue el primer filme etíope que compitió en Cannes; y Teza (Rocío), de Haile Gerima, que habla de los éxodos de los intelectuales africanos.


 

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