Desahogo

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«Yo estaba enamorada de él cuando nos casamos», dice Amina sin dejar de dar puntadas con la máquina de coser. Sus dedos deslizan hábilmente la tela de colores brillantes bajo la aguja. Sin levantar la cabeza, da órdenes a las aprendizas, que realizan tareas según el grado de conocimiento adquirido. El taller no es muy grande. Una habitación con un pequeño porche delante. Pero todas maniobran con agilidad para no estorbarse entre ellas. 

«Dos hijos le he dado», continúa ella, «pero ya le he dicho que no habrá más. No quiero saber de él, más allá de que cuide de los niños. Que no les falte nada. De mí no tiene que preocuparse. Yo me gano la vida por mí misma. Podría también alimentar, vestir y pagar el colegio de los pequeños, pero es su obligación». Amina se gira. Advierte a una de las aprendizas de que tenga cuidado con la plancha. Es de carbón y la joven le da vueltas en el aire para que las brasas se animen antes de inclinarse sobre la mesa donde una pila de ropas recién cosidas le espera. 

«Se lio con una blanca y tuvieron una hija. Cuando la alemana se marchó volvió a casa con la cabeza baja diciendo que ella le había manipulado, engañado, y él no había podido resistirse. Se cree que soy tonta». Amina termina lo que está cosiendo, se lo pasa a una de las jóvenes que se encuentra sentada cerca de ella y coge otra tela. La desdobla, mira las marcas trazadas con tiza blanca y recomienza a coser en su máquina. «Eso fue el fin de nuestra relación. Él es chofer y guía turístico. Pasa tiempo fuera de aquí con los clientes que vienen a visitar Benín. Cada vez que regresa a casa le cedo la habitación de matrimonio y me voy a dormir al salón. No quiero saber nada de él. Ya no le considero mi marido». Parece que ahora la aguja sube y baja con más rapidez, al compás de las alteraciones de voz que la modista inflige a su discurso. 

«No me divorcio porque, si lo hiciera, la familia de él se llevaría a mis hijos. Así son las tradiciones aquí. Los niños pertenecen a la familia del padre. Por eso aguanto hasta que sean mayores de edad y nadie pueda arrebatármelos. Son míos. Yo los he parido». Se vuelve de nuevo y le pregunta a una de las aprendizas si ha terminado de rematar los pantalones. Ella le contesta que queda poco.

«Ahora ha tomado una segunda mujer. Es cocinera en Cotonú. Así lo permite nuestra religión. No puedo quejarme. Si se hubiera casado con la blanca, también tendría que haberlo asumido. Sin embargo, no fue así. Fue un engaño. Ahora viene poco por aquí. Pero todos los meses manda dinero por el móvil para la comida y el colegio de los niños. Si se retrasa, ya me encargo yo de recordárselo». 

«Ya están listos los pantalones, ¿quieres una bolsa?».



En la imagen superior, una costurera beninesa trabaja en una pieza en su taller. Fotografía: Godong/Getty

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