El mito y los errores de bulto

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Nelson Mandela, primer presidente negro de Sudáfrica



Mandela fue declarado santo subito (por la vía civil) antes incluso de fallecer. La comunidad internacional –sobre todo– convirtió a Madiba en un símbolo. 

Con su iconografía. 

Con sus frases redondas, válidas casi para cualquier ocasión. 

Con su número de preso en Robben Island, el 46664, convertido en la cifra de un movimiento que aglutinó energías y recursos para múltiples causas y al que se adhirieron celebridades de todo tipo y condición. 

Con su sonrisa. 

Con sus gorras.

Con sus camisas, las madibas, que la diseñadora -Desre Buirski vende a precio de oro en el aeropuerto internacional Oliver Tambo y en un par de tiendas más en -Johannesburgo y Ciudad del Cabo.

Con la que fue su casa en Soweto, convertida en espacio de peregrinación para aquellos que quieren comprender cómo se luchó contra un sistema inmoral y asesino.

Con camisetas –no hay icono que aguante el paso de los años sin t-shirt repartidas por todo el mundo– -estampadas con su rostro, el puño alzado que simbolizó su lucha o, simplemente, su nombre.

El símbolo que convierte en oro todo cuanto toca. 

El que genera simpatías, emoción y admiración. 

Pero también envidias, rencores y animadversión. 

Las de aquellos que, en medio de una lucha con muchos Davides frente a un Goliat gigante, se obcecan en relativizar sus 27 años en cárceles sudafricanas y su lucha para acabar con el apartheid y ponen por delante a las víctimas mortales, como Hector Pieterson, que fue asesinado por la Policía sudafricana el 16 de junio de 1976 –con tan solo 12 años– en una manifestación que protestaba por la imposición del afrikaans, la lengua de los blancos, como idioma vehicular en la educación. Como si fuera necesario establecer grados en el dolor. En la entrega. En el compromiso. 

Como si lo que Mandela dijo en el juicio de Rivonia, del que salió condenado camino de la isla de Robben –«He dedicado toda mi vida a esta lucha del pueblo africano. He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He alimentado el ideal de una sociedad libre y democrática en la cual todas las personas vivan juntas en armonía y con iguales posibilidades. Es un ideal por el cual vivo, y que espero alcanzar. Pero si es necesario, es un ideal por el cual estoy dispuesto a morir»–, tuviera un valor susceptible de ser pesado en la báscula de los méritos.

O la de los que le reprochan que una vez en el sillón presidencial se olvidara de batallar con la economía, la educación o el desarrollo de las infraestructuras de su país, centrándose en la política exterior –donde se fajó en algunos complicados procesos de paz, como el de Burundi– y en la reconciliación de los sudafricanos tras el fin del apartheid. Como si solo ese empeño no fuera suficiente para un hombre de su edad y para un país tan dolido como el suyo, donde las heridas entre blancos y negros sangran todavía.

Haberlos –errores– los hubo, y algunos de bulto. Pero solo señalar al mito con el objetivo de bajarlo del pedestal es otra equivocación. El dedo no debe obviar a Mandela, pero también debe apuntar a muchas de las personas de su confianza, de los que estaban en el carro del CNA y pensaron que solo la sombra del mito serviría para tapar lo que ha venido después. Y se equivocaron. Miren, si no, a Zuma. Y pregunten, mientras, a los sudafricanos.   



Ilustración: Eduardo Bastos

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