El silencio en África

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El grito de los altavoces asentados en lo más alto de los minaretes rasga la oscuridad decadente. Se entabla una lid cacofónica que se arrastra más de lo deseado y hace suspirar con el anhelo de que, ­inshallah, todos propagarán la misma grabación. Se añoran aquellos tiempos, no muy lejanos, cuando el almuecín subía al alminar y, con la voz desnuda, convocaba a los creyentes a la primera oración de la jornada. Una intervención que duraba lo necesario y que, incluso, arrullaba en el duermevela a los que no compartían su fe.

La competición por atraer al mayor número de fieles provoca una baraúnda responsable, seguramente, de que los gallos, en muchas aldeas y pueblos de África, se despierten cada vez más temprano e intenten cubrir la falta de sueño con sus cacareos. A continuación, llegan los balidos de cabras y ovejas, los mugidos de las vacas y los rebuznos de asnos y burros. Poco a poco, los goznes de las puertas dejan escapar chirridos lastimeros al abrirse. Desde las casas se arrastran pasos adormilados que enfilan las sendas por las que mujeres y niños van en busca de agua. A la orquesta se añade la algazara compuesta por los trinos, gorjeos, gorgoritos y cantos de decenas de pájaros de varias especies y tonos que inician el primer vuelo del día.

Poco después replican las campanas de las iglesias cristianas. Esto es un eufemismo: se trata de llantas de vehículos, cilindros de oxígeno, bombonas de gas o simplemente un tambor. Ese momento suele coincidir con los primeros golpes de las mazas sobre los morteros donde las mujeres comienzan a preparar los desayunos, cuando hay suficiente para ello. Llantos de niños, gritos de madres, sonido de tambores u órganos que animan liturgias siguen.

Los camiones y transportes públicos calientan motores arropados por las voces de los que cargan mercancías o animan a los viajeros a iniciar un viaje. A ellos se unen las mototaxis que, con sus pitidos y acelerones, buscan los primeros clientes.

Para entonces ya serán las siete o siete y media de la mañana. Los alumnos emprenden el camino al colegio. El sol ha despuntado, la luz lo inunda todo y el calor aprieta. Es tarde para seguir en la cama, aunque haya sido difícil pegar ojo durante la noche porque alguna celebración o ritual hizo que la percusión y los hierros no dejasen de sonar. Tal vez fuera un velatorio, una iglesia neopentecostal reunida en sesión extraordinaria de oración y búsqueda del fuego del Espíritu, o una ceremonia tradicional, un cónclave de alguna de las sociedades de hombres o mujeres, o las simples ganas de acompañar el reinado de la luna llena sobre el firmamento.

En caso de que los tambores y cantos hayan callado, infinidad de insectos, batracios y otros animales nocturnos habrán llenado el vacío con sus gritos, chillidos, aullidos, graznidos, siseos…, hasta ser solapados por la algarabía de los altavoces.

Es la paz y tranquilidad que se respira en el África rural.

 

*Fotografía: Javier Sánchez Salcedo

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