Estrella

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Todos decían que llegaría muy lejos. Él se lo creyó. El fútbol era su pasión y decidió dedicarse a ella. Era portero. El mejor de su zona. Vivía en el centro de Togo en una aldea lejos de las principales carreteras. Con 16 años le fichó un equipo de la capital. Cuando cogió el taxi que le llevaría a la gran ciudad, todo sus vecinos, amigos y compañeros de balón fueron a despedirle. Le aclamaron como a un verdadero héroe local.

Un año más tarde, le ofrecieron un contrato en Costa de Marfil. Aceptó. Pasó por su pueblo para decir adiós a su familia. Llegó cargado de regalos. Baratijas compradas con el poco dinero ganado gracias a su habilidad. Era la gran estrella local. Esta vez la despedida fue mucho mayor. Hubo hasta discurso y bendiciones del jefe tradicional y de los ancianos. Un hijo de la tierra se iba lejos. Se predijo que no se detendría en su nuevo destino. Que volaría más allá y eclipsaría a las grandes figuras internacionales que inundaban la pantalla del televisor del cine local, donde se veían los partidos de las ligas extranjeras. 

Y así fue. Al final de un partido con su nuevo conjunto, alguien se acercó a él. Se presentó como ojeador de un gran equipo francés. Le hizo enormes promesas. Él se las creyó. Tenía que pagar 5.000 euros para papeles y viaje. Luego, en Francia, los recuperaría con creces. Vendió todo lo que tenía, pidió prestado. Consiguió la cantidad exigida. Soñaba que en pocos meses ese dinero sería calderilla para él. 

Viajó. Algo no cuadraba. Compartía piso con otros siete africanos. Chavales que, como él, anhelaban llegar muy lejos. Dormían en colchones en el suelo. Se cocinaban ellos mismos. Entrenaban en parques y campos municipales. De vez en cuando les llevaban a hacer pruebas con algún equipo local de categorías inferiores. Nada que ver con lo que les prometieron. Más tarde se enteró de que su visado de turista había caducado. Se encontraba en un país extranjero sin papeles. 

En un entrenamiento se lesionó. Tenía que estar seis meses sin jugar. Le echaron del piso. Se encontró durmiendo en la calle. Pidiendo limosna para poder sobrevivir. Luego consiguió algunos trabajos precarios. Pudo alquilar una cama en una habitación compartida con otras seis personas. Su familia le llamaba desde Togo. No entendía por qué no les enviaba dinero. Ya debería estar ganado millones.

La policía hizo una redada en la obra en la que trabajaba. Pasó tiempo en un centro de internamiento. Finalmente, fue deportado a un país africano. Desde allí tuvo que buscarse la vida para regresar a su pueblo. Pequeños trabajos en el campo le pagaron el viaje. 

Ahora, Dida recorre los caminos de su aldea vendiendo el fufú que su madre cocina. Al final del día son pocas las monedas que consigue. Y todavía tiene deudas. Muchos le compran por pena o culpa. Con él se frustraron las esperanzas del pueblo de salir de la pobreza. 



En la imagen superior, un chico se dispone a lanzar un penalti en un campo de fútbol del barrio de Mafalala, en Maputo (Mozambique). La escena se repite por todo el continente. Fotografía: Javier Fariñas Martín

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