«Hemos elegido la felicidad»

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La victoria en la Copa de África diluye las crisis subyacentes en Costa de Marfil


Por Jaume Portell Caño desde Abiyán (Costa de Marfil)



En el inicio del campeonato, pocos esperaban que la anfitriona, Costa de Marfil, se hiciera con el trofeo en la reciente Copa de África de Fútbol. Su triunfo ante Nigeria, con la consiguiente explosión de júbilo por las calles de todo el país, ha servido para dejar en segundo plano los retos políticos, sociales y económicos a los que se enfrenta la nación.



«A los marfileños nos gusta esto, la alegría, el baile, divertirnos», dice Nadège, una vendedora de bebidas y cigarrillos en una parada de Yopougon, uno de los barrios más poblados de Abiyán, la capital económica de Costa de Marfil. El equipo marfileño se acaba de clasificar para los cuartos de final de la Copa de África, después de una victoria en la tanda de penaltis contra Senegal, el vigente campeón. Mientras todo el mundo lo celebra, ella se acuerda del conflicto que desgarró el país en 2011. «No nos gustan la guerra ni los tiros, todo por políticos cuyas familias se van a otro sitio en avión cuando hay problemas. Aquí nos quedamos los inocentes sufriendo las balas y las muertes. Yo estuve aquí cuando todo esto pasó», insiste, con un punto de indignación. 

La noche es ideal para las ventas. Centenares de jóvenes recorren las calles de Yopougon sudados, con el torso desnudo o con camisetas de la selección nacional, oliendo a alcohol o a punto de beberlo, gritando eslóganes, cantando, haciéndose fotos y bailando. Algunos se paran ante Nadège, compran algo y siguen su ruta. Los autobuses tocan el claxon, los coches suben la música, los maquis –locales callejeros con música y comida– están llenos durante horas, la fiesta dura hasta altas horas de la madrugada, pero la frase de Nadège resume un estado de ánimo: Costa de Marfil abraza sus alegrías como nadie, pero el recuerdo de la guerra sigue fresco.

Mercado de Korhogo, el pasado 27 de enero. Fotografía: Fadel Senna / Getty

En el país hay un gobierno civil, presidido actualmente por Alassane Ouattara, pero el factor que decantó la balanza en 2011 fueron las bombas, las armas y la guerra en la que un bando, apoyado por Francia, resultó vencedor. El otro, en silencio, vive con una mezcla de frustración y resignación el estado actual de una nación llena de contrastes, reflejados en las diferencias sociales de los barrios de Abiyán. En el de Cocody, donde se hospedan muchos de los periodistas que cubren la competición, hay restaurantes con platos que cuestan 30 euros y cócteles a 15 euros; en Yopougon, la electricidad va y viene, y para tener agua, algunos vecinos salen a rellenar garrafas. 

La Copa de África ha servido para mostrar un país que va camino de resolver sus problemas y que, durante unas semanas, ha actuado colectivamente para generar esa impresión. Ronald (nombre ficticio), un periodista local, habla de una especie de tregua entre el Estado y la población. Los precios de la comida y la gasolina no han dejado de subir desde la pandemia, pero millones de marfileños han elegido pasar este mes soñando con una victoria en la Copa de África: «En este país, muchos hemos elegido la felicidad, porque hablar de según qué tema es demasiado doloroso», comenta Ronald. 

La tregua estuvo a punto de romperse cuando el equipo anfitrión perdió por 4-0 contra Guinea Ecuatorial en el tercer partido, una derrota que dejó a los Elefantes –apodo  con el que se conoce a la selección de Costa de Marfil— al borde de la eliminación. Los aficionados salieron indignados del estadio, y la policía tuvo que disolver algunas protestas espontáneas. El entrenador, el francés Jean-Louis Gasset, dimitió. Y una carambola de resultados salvó a los marfileños, que logró el pase a la siguiente ronda como uno de los mejores terceros de su grupo. El milagro empezaba a gestarse, y el sustituto de Gasset, el marfileño Emerse Faé, lideró una serie de resultados sorprendentes que llevaron al equipo local hasta el triunfo final.





Bailando al ritmo del cacao 

No se puede entender la historia de Costa de Marfil sin hablar del cacao. Como en la mayoría del continente, los colonizadores utilizaron las tierras de sus colonias para cultivar aquello que no podían hacer prosperar en su casa. En este caso, los cultivos principales fueron el cacao y el café. Buena parte de los choques previos a la independencia vinieron por asuntos vinculados al cacao: los agricultores marfileños lo cobraban a precios inferiores al que procedía de haciendas de los colonos blancos. La mayoría de los campesinos, de hecho, tenían plantaciones demasiado pequeñas, por lo que sus propietarios no podían formar parte del sindicato reconocido por la administración colonial, copado por blancos. 

Los pocos terratenientes negros que sí cumplían esos parámetros también cobraban precios inferiores a los de los franceses, y por ese motivo decidieron montar su propio sindicato. Uno de ellos, Félix Houphouët-Boigny, fue uno de sus miembros más destacados. A medida que avanzaban las demandas de independencia, Houphouët-Boigny navegó políticamente hasta encontrar una posición clara: siendo el interlocutor más fiable de los franceses, su carrera política sería más longeva que si se enfrentaba a ellos. Deshaciéndose de sus enemigos dentro del partido panafricano del que formaba parte, Houphouët-Boigny llegó a la presidencia de un país africano cuya independencia él no deseaba. Y estuvo allí más de tres décadas. 

Recolección de cacao en Godilehiri (sureste de Costa de Marfil). Fotografía: Issouf Sanogo / Getty

Su modelo, cercano a Occidente, contrastaba con el de Ghana, su vecino. Esta antigua colonia inglesa, también gran productora de cacao, había proclamado la independencia denunciando las veleidades neocoloniales de las antiguas metrópolis y se había acercado a la Unión Soviética. El presidente marfileño, en una apuesta personal con Kwame Nkrumah, su homólogo ghanés, le propuso mirar quién estaba mejor al cabo de 10 años para ver qué estrategia era más fructífera. 

Houphouët-Boigny siempre recordaba quién ganó la apuesta: Nkrumah fue depuesto por un golpe de Estado en 1966, mientras que Costa de Marfil estaba a las puertas de lo que sería considerado como el milagro económico marfileño. Con los precios del cacao por las nubes, la economía no paraba de crecer y su integración con Occidente le garantizaba un flujo creciente de créditos con los que seguir estimulándola. Cuando México declaró la suspensión de pagos a principios de los 80, el miedo recorrió todos los mercados emergentes. Sin acceso al crédito y con unos tipos de interés altísimos –Estados Unidos los había subido para contener su inflación–, Costa de Marfil se encontró con pagos de deuda crecientes, sin posibilidad de refinanciación y con unos precios del cacao desplomados por la caída de la demanda en Occidente. A finales de los 80, el milagro se había desvanecido. 


El presidente marfileño y su esposa a su llegada a la final de la Copa África de Fútbol, el pasado 12 de febrero. Fotografía: Franck Fife / Getty



Un milagro desigual

El garba, un plato de attieke –mandioca seca–, atún, tomate, cebolla y picante, se hizo popular durante los años de la crisis. Fue entonces cuando el milagro marfileño empezó a despeñarse. Y hasta cierto punto, el país no se ha recuperado nunca de esa caída. El endeudamiento de la época en la que los precios del cacao eran altos pasó a ser insostenible cuando estos cayeron. Llegaron los recortes, la austeridad y los despidos de funcionarios. El Estado se retiró de la economía, ganó peso la informalidad, cayó el acceso a la sanidad y a la educación, y la precarización de la agricultura aceleró un proceso que ha seguido hasta hoy: la huida de cientos de miles de personas desde las zonas rurales hasta la gran ciudad, Abiyán. «Un marfileño no puede comer pescado y carne cada día. Puede comer un plato de garba por la mañana y quizás unos espaguetis por la noche», dice Jean Touré, taxista de profesión. Descendiente de una familia de productores de cacao en el oeste del país, se desplazó a Abiyán para probar suerte y hoy pasa los días conduciendo un taxi para la plataforma Yango. Los precios de la gasolina, que ahora tiene un precio de 875 francos CFA por litro (1,33 euros), le obligan a conducir rápido para hacer el máximo de carreras cada día, moviéndose entre la esquizofrenia de dos tipos de barrios que parecen de países distintos. Costa de Marfil ha crecido desde el fin de la guerra en 2011, pero los resultados de ese crecimiento se han repartido de forma desigual. 

Si las clases dirigentes se mueven entre hoteles y restaurantes de Cocody y Plateau, las clases populares se amontonan en edificios de Yopougon y Abobo, donde, en ocasiones, no llega el agua corriente. Huyendo de la precariedad rural, algunos la viven replicada en un entorno urbano en el que deben alimentarse como sea, ahora sin tierras, normalmente comiendo poco y mal: una manzana cuesta 200 francos CFA (0,30 ¤) y una chocolatina 150 (0,20 ¤). Las infraestructuras son un resumen: las calles en los barrios ricos son anchas y están recién asfaltadas, los edificios son nuevos, hay poca gente y las aceras están limpias. En Yopougon, salvo en las arterias principales, los caminos son de arena, están llenos de agujeros, los edificios son bajos, con techos de metal oxidados, y las vendedoras de fruta, attieke, pescado o zumos se hallan repartidas estratégicamente en todas las calles. No cabe ni una aguja en los autobuses, los niños juegan a fútbol en la calle y los viandantes se abren paso entre los coches que circulan. 

Yopougon es un ecosistema vivo, una ciudad que no duerme nunca, donde los maquis ponen música todo el día, y la fiesta dura –si ganan los Elefantes– hasta que el cuerpo aguante. En Yopougon bulle la energía de miles y miles de jóvenes con muchas necesidades que satisfacer y pocas oportunidades para saciarlas. Las iglesias evangélicas están llenas, y los predicadores se desgañitan durante horas apelando a un Dios que no acaba de llegar. 

Viven desconectados del Abiyán de las postales, y en las puertas de sus casas no hay caminos decentes para intentar ir hacia la capital, como si las autoridades mandaran un mensaje, tan sutil como efectivo, a los más humildes de la periferia: «No vengáis». El milagro marfileño no es para ellos, y los que lo disfrutan prefieren obviar las frágiles bases económicas de ese crecimiento: endeudamiento en dólares –y euros–, avalado por las exportaciones de cacao y anacardos. Con ese dinero se han construido, por ejemplo, nuevos estadios e infraestructuras, esperando que el país pueda dar por fin su particular gran salto adelante.

Varios jóvenes juegan al fútbol cerca de la basílica de Nuestra Señora de la Paz, en Yamusukro, el pasado 25 de enero. Fotografía: Kenzo Tribouillard / Getty


La gran victoria 

La Copa de África de Fútbol es una obra perfecta, un drama con final feliz. Costa de Marfil, casi eliminada en la primera fase, pero resucitada por una carambola de resultados, se queda sin entrenador al acabar la primera fase. El sustituto, Faé, dirige al equipo para tumbar a la campeona, Senegal, a Malí y a República Democrática de Congo y plantarse en la final contra Nigeria, que se adelanta en el marcador antes del descanso. Los periodistas marfileños creen que, esta vez, no será posible. «Este equipo no es Malí, es Nigeria, y tienen mucha experiencia», dice la periodista Christelle Kouassi. Discuten entre ellos, temen el golpe más letal cuando la fiesta ya está preparada. 

Costa de Marfil sale con un ímpetu renovado en la segunda parte y empata en el minuto 62. Franck -Kessie, a la salida de un córner, hace que vuelvan las esperanzas. Con el paso de los minutos, los marfileños encuentran nuevas formas de animar. Gritan el nombre de sus jugadores, cantan el himno nacional, invitan a sus compatriotas a levantarse. En el 81 llega el momento que todos esperan: Sebastien Haller pone por delante al equipo marfileño. Su gol es el que dará el tercer campeonato africano a Costa de Marfil. Haller sufrió un cáncer de testículo en julio de 2022 y este gol es su particular redención personal. 

Unos minutos después, el público asiste a la última transformación. Es la entrega del título, y el veterano presidente Alassane Ouattara –82 años– sale entre aplausos. Técnico del FMI durante los planes de ajuste de los 80 y llegado al poder gracias a una guerra civil, Ouattara se encuentra en su tercer mandato presidencial –algo prohibido por la Constitución marfileña, que los limita a dos–. Todo eso no basta para evitar que sea ovacionado cuando camina hacia el trofeo, poco antes de entregar la copa al capitán de Costa de Marfil. Este lo levanta y la euforia se desata en el estadio. La magia del balón ha obrado de nuevo el milagro: por una noche, todos los marfileños, sea cual sea su condición, creen que todo es posible si lo desean. Y bailan hasta el amanecer. 

 





Para saber más



Por Óscar Mateos



Los eventos deportivos se han convertido en una potente herramienta de política exterior de cada vez más países africanos: Ruanda acogerá en 2025 el Campeonato del Mundo de Ciclismo en Carretera, Senegal tiene previsto ser la sede en 2026 de los Juegos Olímpicos de la Juventud –el primer evento olímpico que tendrá lugar en el continente– y, entre otros ejemplos, Marruecos, como ya es sabido, será junto con España y Portugal, cosede de la Copa Mundial organizada por la FIFA en el año 2030. Esta diplomacia deportiva es un poderoso instrumento de poder blando que proyecta la imagen de estos países en el mundo y que, además de atraer importantes inversiones, ayuda a eclipsar interna y externamente los graves problemas sociales o de respeto de los derechos humanos que muchos de ellos enfrentan.

Pero no se trata para nada de un fenómeno nuevo. Existen importantes precedentes históricos. El 30 de octubre de 1974, Kinshasa, capital del entonces Zaire, albergó el llamado The Rumble in the Jungle, el épico combate entre George Foreman y ­Muhammad Ali ante 60.000 espectadores, siendo uno de ellos el propio Mobutu Sese Seko. El dictador vio en la organización del considerado como «combate más famoso de la historia» la oportunidad de poner a Zaire en el centro del tablero mundial. El episodio está narrado en el oscarizado documental When We Were Kings (Cuando éramos reyes), de Leon Gast (1996). Un par de décadas más tarde, otro mandatario africano, en este caso Nelson Mandela, vio en los eventos deportivos otra oportunidad, con fines, en este caso, muy distintos. La celebración en Johannesburgo de la final de la Copa Mundial de Rugby de 1995 entre los All Blacks (Nueva Zelanda) y los Springboks (Sudáfrica) significó para Madiba la posibilidad de empezar a tejer los hilos de una nación completamente rota por el apartheid, la segregación racial y al borde de la guerra civil. John Carlin lo explicó de forma extraordinaria en su famoso El factor humano (Seix Barral, 2008), que, a su vez, inspiró la película Invictus, dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon en 2009. 

Pero si hablamos de fútbol, no podemos eludir el papel de China en el continente africano y su llamada «diplomacia del estadio». A modo de ejemplo, tres de los seis recintos en los que se ha disputado la Copa de África de Fútbol en Costa de Marfil han sido construidos y sufragados por el Gobierno chino. Cuenta el periodista Javier Brandoli en un interesante artículo en El Confidencial («La rentable diplomacia china: estadios de fútbol a cambio de lealtad y recursos») que uno de los aspectos intrínsecos a dicha diplomacia es utilizarla como palanca, entre otras cosas, para recabar apoyos continentales en la disputa que China mantiene con Taiwán. Senegal, Ghana, Malí o Gabón se integran en la larga lista de los países del mundo con un mayor número de instalaciones deportivas construidas por Beijing. Un contexto que podemos ampliar de manera específica con la lectura del interesante estudio Architecture of ‘Stadium Diplomacy’: China-Aid Sport Buildings in Africa (publicado por la revista ­Habitat ­International en 2019) y, de forma más genérica, con uno de los libros más citados sobre el papel del gigante asiático en el continente africano, como es China’s Second Continent. How a Million Migrants are Building a New Empire in Africa (Penguin Random House, 2015) del reputado periodista estadounidense, Howard W. French.

Más allá de la dimensión diplomática, el continente africano ha encontrado en el deporte una potente plataforma de proyección mundial, sobre todo a nivel económico. Buen ejemplo de ello es la llamada Africa Super League de fútbol (https://afl.africa/), impulsada por la Confederación de Fútbol Africano y en la que, desde 2023, compiten 24 clubes de todo el continente; o la Basketball Africa League (https://bal.nba.com/), que desde 2021 hace lo propio con los 12 mejores equipos africanos de baloncesto.

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