Infancia

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La tarde comienza a declinar y las luces de los establecimientos ocupan el lugar que antes invadía el sol. Bares y restaurantes empiezan a llenarse, las tiendas bullen con compradores, en las aceras surgen puestos donde se ofrecen comidas asadas sobre fuegos de carbón o leña. Terrazas, tenderetes, vendedores ambulantes, paseantes, coches y motos hacen difícil y lento transitar por allí.

Entre la multitud, pequeñas manos se alzan pidiendo limosna. Pertenecen a niños vestidos con harapos que surfean la masa en busca de algo que comer ese día. A veces tienen suerte y alguien les llama desde la mesa de un restaurante para ofrecerles los restos de su consumición. Otras consiguen unas pocas monedas. En algunas ocasiones, logran despistar un bolso o una cartera, que de todo hay.

Moïse viste una larga camiseta que antes posiblemente fue blanca y que le llega hasta las rodillas. Deja uno de sus hombros y parte del pecho al descubierto mostrando un cuerpo pequeño y cubierto de lo que parece sarna. Cuenta que llegó a la ciudad hace tiempo, sin poder precisar más. Explica que nació en una aldea de las montañas. Cuidaba el minúsculo rebaño de cabras y ovejas y los dos bueyes de la familia. Luego, por la tarde, recogidos los animales, jugaba al fútbol con sus amigos. Todo cambió cuando el pueblo fue atacado una madrugada por hombres armados. –Moïse no lo sabe, pero seguramente fueron miembros de Boko Haram que se mueven a través de la frontera entre Nigeria y -Camerún–. Quemaron las casas, se llevaron los animales y la comida que encontraron y obligaron a mujeres y jóvenes a seguirlos. Él y su hermano pudieron escapar tras un día de marcha. Caminaron sin rumbo varias jornadas. Querían alejarse de sus secuestradores. Intentaron regresar a su pueblo, pero al llegar lo encontraron vacío. Solo había restos de las chozas calcinadas. No podían quedarse allí. Siguieron el sendero que les llevó hasta la carretera que continuaba hacia la ciudad. Llegaron a ella sin conocer a nadie.

Tras varios días en la calle, la policía les llevó a una ONG. Allí les dieron de comer y les ofrecieron un lugar donde dormir. Desde el amanecer pasaban horas aprendiendo a recitar el Corán. Si se equivocaban, les azotaban. Tras las clases eran obligados a trabajar en los campos de la institución bajo un fuerte sol. No lo aguantaron. En cuanto tuvieron ocasión, salieron corriendo. 

Moïse y su hermano Jérôme regresaron a las calles de Maroua (Camerún). Duermen, cubiertos de plásticos y cartones, en un descampado del Carrefour Djarma, junto a la avenida principal del barrio de Domayo. Durante el día se buscan la vida: mendigan, rebuscan en las basuras, vigilan coches y, cuando pueden, fuman marihuana, quizás para escapar un poco del mundo en el que viven. Luego, por la noche, esnifan pegamento. Así consiguen dormir mejor y sobrellevar el frío. Pero el niño no quiere oír hablar de ninguna institución, su casa es la calle, afirma sin titubear.



En la imagen, un adolescente conduce un rebaño de vacas en Maroua (Camerún). Fotografía: Patrick Meinhardt/GETTY


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