Publicado por Carla Fibla García-Sala en |
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El cielo está muy gris, han caído unas gotas a primera hora y comienza a cumplirse la previsión que los meteorólogos anunciaban desde hace días: una ola de frío intensa en los últimos coletazos invernales del África austral. La céntrica calle Commissioner, en Johannesburgo, está bastante concurrida y es imposible no posar la mirada durante unos segundos en el imponente Carlton Center, el segundo edificio más alto del continente. La puerta de madera de la librería Bridge Books, situada en el número 98, también tiene bastante tráfico entre los universitarios voluntarios que hacen inventario en el almacén de libros de segunda mano, los jóvenes que esperan pacientes a que se les asignen las tareas del día, y el reducido grupo de lo que antes de la pandemia serían turistas y que hoy han pasado a ser únicamente expatriados trabajando en el país para embajadas o empresas privadas.
Jovial y entusiasta, Griffin Shea, un estadounidense que hace más de una década quedó atrapado por la intensidad y dureza de -Johannesburgo, y decidió dar un giro profesional a su vida al matricularse en un curso de escritura creativa en la universidad de Wits, recibe a los que van accediendo a la librería y les ofrece algo caliente para beber mientras termina de organizar las actividades que se van a desarrollar durante la mañana.
A principios de junio de 2016, Shea hizo realidad el espacio con el que había soñado. Pasó por un proceso de cambio personal y profesional, pero lo que le empujó a dar el paso definitivo fue el tiempo que pasó recorriendo el centro de la ciudad, hablando con los vendedores de libros en las calles o deteniéndose en cada tienda que tenía libros en el escaparate. Además de librerías reconocidas como Kalahari Books, L´Elephant Terrible o Skoobs -Theatre of Books, donde prima el mercado internacional y de segunda mano, en la zona también hay establecimientos que nutren a los estudiantes de la UNISA, la universidad pública de Sudáfrica. Shea fue capaz de percibir la relación, rápida como todo lo que ocurre en esta ciudad, que se establece entre los que circulan inmersos en sus responsabilidades o trabajos y los libros que, inevitablemente, se encuentran en su camino.
«Son más de 10.000 puestos y librerías en los que el 90 % de los libros que se ofrecen son de segunda mano y de autores extranjeros. Ediciones de bolsillo, accesibles, o libros que han pasado por muchas manos. Los libros forman parte de las necesidades de los transeúntes», explica Shea después de haber pasado mucho tiempo en Park Station, la céntrica estación de autobuses y trenes situada en el barrio de -Hilbrow, una zona por la que antes de la pandemia transitaban dos millones de personas al día en jornadas laborales. «Cuando estudiaba en la Wits había un gran debate sobre la descolonización de la literatura, y una de las críticas que se formulaban era la falta de librerías en el centro de la ciudad y en los townships. Así fue como empecé a patearme el centro de la ciudad y a encontrar a decenas de personas que estaban vendiendo libros en los mercados callejeros, en las peluquerías, en las tiendas de productos de higiene o de pañales para los bebés. Me quedé impresionado».
El contacto directo con la lectura, esa necesidad de la población de evadirse mediante una historia de ficción o de alimentar la imaginación con narraciones que te llevan a otro lugar, hizo que Shea aceptase el reto que le planteó una librera a la que entrevistó. Le dio 20 libros que metió en su mochila para convertirse en un vendedor más en Park Station. «Vendí rápidamente esos 20 libros, por lo que pronto necesité una maleta para transportar más volúmenes. Al poco tiempo llené el maletero de mi coche de libros que ofrecía en la calle, y que la gente compraba con interés, como un bien de consumo imprescindible más. En ese momento fue cuando decidí encontrar un lugar donde establecer la librería», añade.
En Bridge Books, el 75 % de los títulos son de autores africanos, y la sección de ficción internacional está apartada en una esquina. Thabiso, la mano derecha de Shea en el negocio, vive con la misma intensidad el proyecto y demuestra ser un buen librero: encuentra entre las estanterías repletas de títulos material interesante. Asegura que la elección de los contenidos es lo que da identidad a la librería, además de no separar los libros que acaban de llegar de los antiguos o los que ya han pasado por varias manos. «Así, ofrecemos variedad de precios, porque tienes un mismo título en varias versiones», explica. También ejercen como distribuidores de decenas de vendedores de calle que no tienen acceso a las grandes editoriales y a los distribuidores. «Nos pueden enviar un guasap con el título que les han pedido y venir a recogerlo a la librería, así damos salida a muchos libros antiguos, pero también nuevos, en especial ensayos políticos y biografías».
A la vuelta de la esquina, el paseo comienza en el Rand Club, un selecto e histórico club social y de lectura fundado en 1887, que ha sido testigo de los momentos más importantes de la ciudad. De hecho, su construcción se remonta a los primeros años del descubrimiento de las minas de oro, y su creador fue el empresario y político británico Cecil John Rhodes. «Cuenta con unos 600 socios y ha pasado de ser exclusivamente para hombres blancos a que las mujeres y hombres de cualquier origen puedan formar parte del mismo. Incluso se prioriza su acceso para equilibrar la histórica exclusión», comenta Shea, mientras muestra las salas de lectura o la gran biblioteca, que se renueva a petición de los socios y en la que el registro de libros prestados se hace a mano y en una libreta encuadernada.
De nuevo en la calle, los vendedores de libros también están sufriendo las dificultades económicas que ha provocado la -covid-19 en las economías de subsistencia de la mayoría de la población. «Hay muy poco movimiento. Como la gente no se desplaza como antes por los encierros y el trabajo en casa, hemos perdido a clientes que veíamos a diario», comenta un librero que combina en su puesto una mesa de libros bien ordenados y un expositor de ropa de segunda mano.
Pasamos por delante de la Biblio-teca Nacional, que contiene un millón y medio de libros, pero que estos días está cerrada por los desperfectos que provocaron las lluvias en el tejado. «Es un lugar espléndido y está abierto a todo el mundo para consultas, pero no se difunde lo suficiente todo lo que ofrece. Esta ciudad está llena de gente lista y creativa a la que le gusta leer», concluye Shea, quien defiende tender puentes para que editores y lectores puedan encontrarse en una ciudad dinámica como Johannesburgo. Para lograrlo, cree necesario ofrecer títulos en los idiomas nativos del país –lo que en Sudáfrica significa publicar en 11 idiomas oficiales–, o acercar los libros a las comunidades a través de librerías de barrio, o la creación de bibliotecas en las escuelas, cuyas estanterías llena el African Book Trust, iniciativa también de Shea, a partir de campañas de donaciones de libros que después son compartidos de forma gratuita.
De lo que no hay duda es de que el tráfico de libros en Johannesburgo es intenso y se adapta a las circunstancias de los lectores. Es habitual toparse con improvisados muestrarios de libros usados, siempre bien ordenados, en la acera, compartiendo espacio con la elevada mendicidad que registra la ciudad. La necesidad de la lectura está ahí, a pie de calle.
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