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Por Donato Ndongo-Bidyogo
Como afirmó al iniciar su campaña, Teodoro Obiang se sucedió a sí mismo el pasado 24 de abril, al “ganar” las “elecciones” con el 99,2 por ciento de los sufragios. Hasta a personaje tan inescrupuloso debió parecer excesiva la ficción; horas después rebajó el porcentaje a un modestísimo 93,5 por ciento, resultado oficial proclamado el 2 de mayo por su Tribunal Constitucional. Con 73 años, pretende seguir en el sillón presidencial hasta 2023, fecha que fijó para retirarse. De cumplirse, el hoy mandatario más longevo de África batiría su propia plusmarca, al mantenerse sin interrupción en el poder durante 44 años. Tampoco le parecen suficientes: en sus previsiones, su primogénito heredará el trono cuando el inevitable “hecho natural” le separe de sus amados compatriotas, a cuyo bienestar y felicidad sacrificó su vida sin más beneficio que arañar céntimo a céntimo los ingresos del país hasta situarse entre los más ricos del mundo.
Si fuese cierto, como cree, que el país nació de su voluntad y el mundo gira alrededor de su egregia persona, Obiang podría reclamar con legitimidad el título de “único milagro de Guinea Ecuatorial”, un atributo del centenar que los “débiles mentales” guineanos recitaban en letanía en honor de su predecesor y protector, Francisco Macías, durante el hoy bautizado como “régimen de triste memoria”. Pero Obiang es más que su tío: solo él pudo derrocarle en agosto de 1979 y fusilarle el 30 de septiembre, aniversario, ironías de la vida, de su proclamación como presidente electo, once años antes. Por tal hazaña se elevó sobre los mortales, transmutado en “dios de Guinea Ecuatorial”, enaltecidas su omnipotencia y omnisciencia. Primero en todo, nadie más puede hablar, pensar o hacer en su paraíso. Las deidades menores del Olimpo palidecen ante el único señor, dador de todo, y liban en su mano. Y a tenor de los hechos, andaría sobrado de razón si la suya fuese la primera nación en padecer tiranías. Porque las muchas habidas en épocas y lugares diversos impiden resignarse, sabedores del estigma que destella en ídolos y demiurgos. La misericordia invita a evocar a Calígula, Stalin, Idi Amin Dada o Pol Pot como seres dementes.
Vesanía es basar el éxito en el asesinato ritual, según atestiguan fotos de cadáveres descuartizados que vemos muchos. Demencia es conculcar las propias leyes y pretender que otros las acaten, pretexto aducido para invalidar candidaturas rivales por carecer de arraigo en el país al haber regresado recientemente del exilio, mientras el confeso dictador de normas convoca “elecciones” fuera del plazo constitucionalmente establecido sin tener facultad para hacerlo. Insensatez es desoír las protestas y reclamaciones del conjunto de la sociedad ante las palmarias irregularidades en la elaboración del censo y demás normativa. Trastorno es intimidar e insultar a la población a la que se pide el voto. Locura es dotar al propio partido de todos los medios, necesarios e innecesarios, mientras los oponentes ni pueden asomarse a la radio y televisión públicas. Perturbación es arrestar, en vísperas de la consulta, a cuantos ciudadanos intentan propagar pacíficamente sus ideas, mientras se alardea de una democracia ficticia. Psicopatía es infligir espeluznantes torturas en las cárceles y comisarías a más de medio millar de compatriotas que osan mostrar su discrepancia y su hartazgo, actos de terrorismo de Estado que infligen dolor y daños irreparables: abortos, columnas vertebrales quebradas, costillas rotas… Chifladura es cercar por tierra y aire sedes de partidos legales, con sus dirigentes, familiares y colaboradores en el interior, lanzarles bombas lacrimógenas durante horas, mantenerles sitiados días enteros, sin agua ni comida, mientras se proclama por las esquinas del país una paz y una prosperidad solo disfrutada por allegados y aduladores. Terror y mentiras fundamentan sus “triunfos apoteósicos”. La tragedia íntima del régulo es no poder esconder su talón de Aquiles: hubiese deseado mantener ocultos tales desmanes –y cuantos atropellos se producen a diario en estos 37 años de su égida– y presentarse ante el mundo con su faz amable de benefactor y padre protector, como Hitler acariciando a su perra. Para su desgracia, vive en la era de Internet, y las redes sociales se inundan de datos espeluznantes e imágenes infames, ante las cuales clama el mundo entero: algunos en sordina; otros con la boca pequeña; pero en el conjunto resuena la contundencia del repudio.
Conmovedora y reveladora la patética soledad del patriarca: el observador amigo y reverente designado por sus pares de la Unión Africana, Thomas Yayi Boni, expresidente del vecino Benín –a quien Barack Obama negara ostensiblemente el saludo en la última Cumbre Mundial del Clima en París–, se despachó a su gusto al regresar a su país sobre la escandalosa parodia presenciada. Significativo que apenas hayan llegado a Malabo, como antaño, ditirámbicos mensajes de felicitación del exterior por la “aplastante victoria” del “líder carismático muy amado por su pueblo”. Puede comprarlo todo, salvo honor y credibilidad.
Todo lo cual, por si quedaban dudas, certifica la singladura errática en que navega Guinea Ecuatorial, epicentro de una región especialmente sensible por múltiples factores, entre ellos la creciente amenaza del integrismo islamista. Se presentan a sí mismos como garantes de la estabilidad, pero parece claro para todos que tales diosecillos son, por su propia naturaleza, factor principal del desorden futuro. Insensibles ante la miseria de sus poblaciones en tierras de fabulosos recursos, embotado todo asomo de racionalidad, plantan la semilla del odio en que germina el caos. ¿Y llaman a eso “elecciones”?
Imagen de portada: Getty Images
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