Publicado por Carla Fibla García-Sala en |
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Fui a Congo para hacer un trabajo sobre los grandes simios. En mi trabajo preguntarme de dónde venimos, dónde estamos y qué vamos a poder dejar a las generaciones que vienen ha sido siempre una constante. Y en esa búsqueda me planteé que después de haber trabajado sobre las tribus que viven de espaldas al progreso, los grandes simios eran el eslabón más cercano. Quería fotografiarlos en libertad, sus miradas libres. Y fui a RDC buscando dos especies en peligro de extinción: los bonobos y los espalda plateada. Era un momento complicado y desde Kinshasa no se podía ir al este. En ese momento de desesperación conocí a Caddy Adzuba, me contó la violencia que estaban sufriendo las mujeres en aquella región del país, y le dije que contase conmigo para dar voz a esas mujeres. Me llamó y fui directamente a Ruanda para llegar a Bukavu.
Empecé a enterarme en el terreno de lo que había sucedido y seguía pasando, que es como suelo trabajar. Decidí acudir para contar un problema que nace porque hay 77 etnias armadas. Comprobé la importancia que estaba teniendo el empoderamiento de la mujer, que se dieran cuenta de que tienen poder. Algunas de las congoleñas que habían salido adelante se convirtieron incluso en mujeres de éxito. La importancia del microcrédito en manos de una mujer es extraordinaria, cómo con poco esa mujer sale adelante muy dignamente, y cómo eso sirve para ayudar a otras mujeres. Quise contarlo porque creo que hay esperanza. Muchas voces pueden generar un cambio.
Siempre pasamos por momentos en la vida en los que nos cuestionamos si lo que hacemos sirve para algo, pero en Congo pasaba una cosa en distintas aldeas del país que consistía en que, desde hacía unos años, se estaba violando a niños y niñas que tenían entre unos meses de vida y diez años, y eso ocurría de forma extraña. Nadie sabía cómo era, porque suelen dormir todos juntos, pero por la noche desaparecían las niñas, y luego volvían a encontrarlas, por la mañana, cerca de la aldea. Las que se salvaban estaban destrozadas. Y eso estaba ocurriendo en un país donde, culturalmente, se cree que la mujeres solo sirve para tener hijos… Pero se expuso «Mujeres del Congo» en enero, y seis meses después nos enteramos de que desde que el Gobierno se había hecho eco de la muestra, no volvió a pasar. No volvió a haber un solo caso, y dejaron de achacarlo a las creencias, a la magia…
Fue el momento de creer en el poder de la palabra que, para mí, se ha convertido en una obsesión al comprobar que sirve para algo. Es una obsesión porque yo, por edad, cada vez tengo menos tiempo, y porque me di cuenta de que las mujeres, los menores, esas personas, tampoco lo tienen.
A través de Caddy Adzuba y de la fundadora de la Asociación de Mujeres Periodistas de Kivu Sur (AFEM), Solange Lusiko, que después fue directora del periódico Le Souverain. Lusiko murió en condiciones muy extrañas después de que mataran a su hermano. Ella vivía con una dignidad increíble. Pero el proyecto no es un homenaje a ella, sino a la mujer, a la lucha de la mujer en cualquier país, a las que han luchado por nosotras y han dado la vida. Luchando por la libertad, esa mujer ha dado la vida. Para mí, Solange representa muchas cosas que, como mujer, valoro muchísimo.
El amor. Estoy trabajando en estos momentos sobre la Prehistoria, y me he dado cuenta de que en el futuro nos conocerán por los estratos, y nosotros seremos la era del plástico. Si te paseas por el este de Congo, hay mares de arena y plástico. Ella vivía en una montaña en Bukavu, entre plástico y barro. Subías por unos tablones, pero tenías que ver cómo bajaba Solange cada mañana, ¡era maravillosa! Luego ibas a su casa, que era diminuta, y allí vivía junto a su marido y sus siete hijos, su cuñada viuda y los nueve hijos de su hermano asesinado. De la misma forma que ella, a través del amor, era capaz de mantener esa situación, también fue capaz de crear un grupo de mujeres que se dividieron la zona para contar la violencia que sufren las mujeres. Solange tuvo la valentía de dejar AFEM a las más jóvenes y ponerse al frente del único periódico independiente. Es una heroína más.
Hay cosas que no se pueden medir, como el dolor. Cuando supe lo que estaban sufriendo estas mujeres… Yo no cubro guerras, pero tengo amigos que sí lo hacen y me cuentan lo que pasa. No sabía hasta qué punto puede llegar la barbarie del ser humano. Además, en Congo se une la cuestión comunitaria y el canibalismo. Y pensé: ¿qué más?, ¿cuántas mujeres más hace falta que mueran para que esto sea declarado genocidio? Llega un momento en el que el sufrimiento es tan bestial que no se puede explicar. Pero en otras partes de África donde existen conflictos entre etnias, las mujeres no pasan por ese rechazo.
Sí, no se conocían todas, pero sí vivían en el rechazo de su comunidad y de su familia. Están solas. Y luego están los «niños fantasma», el fruto de esa violación. No tienen un estatus propio porque «no existen», no son de ningún país. Las mujeres que habían hecho esos 350 kilómetros andando o por la carreteras a través de ríos, y habían tenido la suerte de llegar a Panzi, empezaron a salir adelante después de tres o cuatro años de curas y reconstrucción física. Ellas me decían que no tenían tiempo para que su voz llegue de alguna manera. Soy fotógrafa y no tengo una varita mágica pero sí tengo la preocupación de contar su historia.
En los cuatro o cinco viajes que hice fui descubriendo cosas, como los matrimonios tempranos de niñas, y la última vez que estuvimos en Bukavu conocimos a Solange. El problema viene de la falta de derechos de las mujeres. Si le da la gana, el marido mata a la mujer y no pasa nada. El tema del tráfico y venta de medicamentos que me contó Solange es terrible porque impide combatir el paludismo en RDC, a pesar de que producen un medicamento que se exporta a otros países. Vi cómo funciona el sistema médico: las mujeres tienen que recorrer muchos kilómetros para llegar a un centro… O la escolarización de los niños, que no tienen ni cuadernos… He visto a un niño usar su pierna y un caolín para escribir en su piel. Y también decidí abordar la locura, porque en el país no hay hospitales para tratarla. Se considera que estás poseído, te rechaza la -sociedad y, como eres brujo, te pegan y maltratan.
Tuve la oportunidad de volver a encontrarme con ellas varias veces y les llevé sus fotografías. Me mostraron su interés no solo por contar su historia, sino por saber cómo las veíamos nosotros. Tenemos que darnos cuenta de cómo abordamos un trabajo que, por mucho respeto al otro que tengamos, siempre dará una imagen sesgada de la realidad. Hay que pensar en lo que ellas me planteaban: «¿Cómo nos verán a través de tus fotografías?».
La verdad. Para ellas era muy importante aprovechar que había una cámara, poder existir, porque saben que allí no tienen voz. Por eso querían contar sus historias. Coincidimos en la exposición de las fotos en el Instituto Francés, y cuando las vi les grité: «Ngalia mosubo» que significa «mira al blanco». Ellos suelen utilizar esta expresión despectivamente, y yo la empleaba para que miraran a cámara. Al girarse me respondieron llenas de cariño: «No, no Ngalia, Isabel -mosubo», como diciendo «te respetamos». Todavía se me pone la carne de gallina recordándolo.
Sí, pero la expo de Kinshasa fue con la que logramos darles voz, significó mucho porque allí «no existía» ese problema. Es importante que no se escondan y den a conocer lo que les pasó, son heroínas. La expo de Valencia es importante también por el momento horrible que estamos viviendo, este sufrimiento en todo mundo, y es humano que te olvides de esas otras realidades. Tenemos el deber de comunicar estas realidades, cada uno a su manera. África es un continente al que le debemos mucho, no solo por el pasado sino por el presente.
Esa es la gran pregunta, por eso es tan importante empoderar a la mujer. No se sienten así porque están destrozadas, que es lo que buscaban esas guerrillas. Estos grupos saben que para destrozar el sistema social y comunitario deben atacar a la mujer que lo sostiene. La mujer no tiene derechos, ninguno, pero es el elemento fuerte en la comunidad. Hay que contar la historia desde la dignidad. Lo siento, pero hay cosas que un hombre no puede contar de la misma forma que una mujer. Yo las miraba y pensaba «es mi nieta…, podría haber sido yo». Aparecen sensaciones muy íntimas, las sentimos de otra forma. Para mí son heroínas porque han elegido vivir cuando yo querría estar muerta.La guerra ha estado presente en mi generación, no lograba comprender cómo podían aguantar ese sufrimiento, los campos de concentración… Pero cuando vi lo que pasa en el este de RDC comprendí el poder de resilencia del ser humano y lo que somos capaces de aguantar.
He tocado muchas veces el dolor ajeno y lo he sentido de alguna manera porque la vida es eso, pero nunca me había enfrentado con la barbarie de este trabajo. Te hace pensar que el dolor, igual que la violencia, no se puede medir. Pero la brutalidad de ese sentimiento, la indefensión, de mujer a mujer, me hizo comprender muchas cosas. Detrás de cada imagen está su historia, y como fotógrafa vives con eso siempre. Su vida forma parte de la tuya, es algo muy especial.
Hace tiempo que quiero hacer un trabajo sobre el mar Mediterráneo como cementerio de inocentes. He seguido a lo largo de estos años el éxodo que lo atraviesa, me interesa el tema de la frontera. Hay que cuestionarse muchas cosas: ¿por qué tienen que salir de sus países?, ¿por qué no encontramos la forma para que vengan dignamente? Contar el problema a través del mar.
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