Los incordiantes

Por Gerardo González Calvo Casi todos los días varias parejas de jóvenes llaman la atención a los viandantes de las ciudades españolas para explicarles las actividades del ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones para los Refugiados), Médicos sin Fronteras o Cruz Roja. Suelen situarse ante grandes superficies comerciales. Forman parte de las decenas de miles de voluntarios españoles comprometidos con la causa de los más desfavorecidos de la tierra.

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Por Gerardo González Calvo 

 

Casi todos los días varias parejas de jóvenes llaman la atención a los viandantes de las ciudades españolas para explicarles las actividades del ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones para los Refugiados), Médicos sin Fronteras o Cruz Roja. Suelen situarse ante grandes superficies comerciales. Forman parte de las decenas de miles de voluntarios españoles comprometidos con la causa de los más desfavorecidos de la tierra.

“¿Por qué haces esto?”, le pregunto a una joven que lleva en la mano una carpeta con folletos del ACNUR. Me responde con convicción: “En el último informe anual del ACNUR se asegura que hay más de sesenta y cinco millones de refugiados en el mundo, un cincuenta y cinco por ciento más que hace cuatro años. Solo dieciséis millones están bajo la protección del ACNUR. Creo que las personas de buena voluntad tenemos que hacer algo para mejorar la situación de estos refugiados, que son las otras víctimas de las guerras. La mitad de ellos son niños”.

Esta joven se llama Ana y estudia segundo de Medicina en la Complutense de Madrid. Le pregunto si la gente se interesa por la causa de los refugiados y me dice que hay de todo. Un día un señor de mediana edad le comentó: “Si tú fueras una refugiada, te acogía ahora mismo en mi casa”. Ana le respondió: “Por suerte, ni usted ni yo somos refugiados; pero hay millones de personas como nosotros que no tienen a nadie que los quiera acoger. El ACNUR nos ofrece la posibilidad de hacer algo por ellas”. El hombre, me dijo Ana, le pidió disculpas y se hizo socio del ACNUR.

No todo el mundo ha reaccionado así. Alguien la llamó incordiante. Ana me confiesa que no lo tomó como un insulto, sino como un halago. “No sé, me dice, cómo definirá el diccionario el verbo incordiar, pero para mí es remover las conciencias. Yo no puedo vivir tan tranquila sabiendo que hay millones de personas al borde de la extenuación porque no tienen nada que llevarse a la boca. Muchas de estas personas han tenido que dejarlo todo, patria, casa y familia, para salvar la vida”.

Cuando llegué a casa, abrí la última edición del Diccionario de la Lengua Española y fui a ver la palabra incordiar. La define en su sentido coloquial: “Molestar, importunar”. Constato que incordiar procede de incordio, y este del latín “ante-cordium”, que originariamente significó tumor en el pecho de las caballerías; de ahí su sentido de molestia.

Admiro a estas parejas de jóvenes, que no suelen prodigarse en las tertulias de radio y televisión, porque no encajan con los estereotipos mediáticos: ninis, descarados, pasotas. No participan en los desenfrenos del fin de semana, porque emplean su tiempo libre en campañas altruistas. No dicen “¿y a mí qué?”, sino “¿por qué ellos sí y yo no?”. Escriben prójimo con los rotuladores del compromiso y la solidaridad, los mismos con que subrayan en el mapamundi Siria, Somalia, Darfur y Lampedusa.

En una sociedad como la actual, en la que abundan mensajes con excesivos adjetivos y se lanzan tantas ocurrencias insulsas, son imprescindibles personas como Ana, que encarnan lo sustantivo, lo relevante y lo sensato. Incordian sin criticar, inquietan sin hostigar, proponen sin exigir. Abren horizontes de concordia y fraternidad, porque han comprendido, como pregonaba un seglar francés al que apodaron a mediados del siglo pasado Vagabundo de la Caridad, que “nadie tiene derecho de ser feliz a solas” y que “una civilización sin amor es un termitero”.

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