Publicado por Javier Fariñas Martín en |
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Cuando llegué a España en 1999 para continuar mi formación en el seminario mayor de Madrid estaba triste porque me perseguía lo que había vivido en el genocidio de Ruanda y lo que vino después. Estaba un poco traumatizado, no estaba curado. En el año 2000 me invitaron a dar testimonio sobre mi vida. Hasta entonces no sabía qué decir, me costaba hablar de mí mismo, era como un peso. Pero aquel día me atreví, y al contar mi historia empecé a ver que la mano de Dios estaba en todos los rincones de mi vida. Al terminar, me sentí muy aliviado. Era como si, de alguna manera, me hubiera curado. Pero era una curación parcial, por lo que decidí empezar a escribir mi historia. Y cuanto más escribía, más iba descubriendo que mi vida había sido un milagro. Al terminar el libro pensé que mi vida no era solo una desgracia, sino que había sido como una escuela de formación, la veía como un patrimonio; mi historia se había convertido finalmente en algo bueno. Empecé a ver que Dios me había conducido por todos esos lugares para enseñarme qué es la pobreza, la miseria, qué es estar solo, ser refugiado, no tener país, no tener documentos…
Sí, aunque con eso no quiero decir que todos tengamos que ser refugiados para entender a los refugiados, o que tengamos que pasar por la enfermedad para atender a los enfermos, pero sí creo que los que se forman para la vida sacerdotal deberían tener alguna experiencia de periferia, salir de su círculo, de sus ambientes, y ver qué pasa en otros lugares. Así se abren los ojos, se mira a la realidad tal como es. Eso cambia también la manera de relacionarnos con Dios, no solo con esas formulaciones que vamos recitando cada día, que a lo mejor hay que formular más humanamente, sino de una manera más sencilla, porque en esas periferias vemos cómo los pobres tienen una fe muy fuerte que no necesita de una relación [con Dios] a través de esas formulaciones, de esas grandes teologías y doctrinas…
Las periferias están por todas partes, incluso en una parroquia rica como esta. Cuando tienes los ojos abiertos te das cuenta de que en el entorno hay pobreza. Me refiero a los inmigrantes, que forman parte de un mundo paralelo. Cuando hablas con ellos y les preguntas cómo se llaman, dónde viven, si tienen familia, dónde celebran la Navidad, cuánto tiempo llevan sin comunicarse o ver a su familia… te das cuenta de que estamos conviviendo en mundos paralelos: uno en el que todo, más o menos, está resuelto; y otro en el que todo es complicación tras complicación. Este es el mundo de los migrantes, de la pobreza, de las personas que no consiguen pagar su casa, que tienen que endeudarse, de las personas enfermas durante años… Ahí tenemos un mundo inmenso que muchos desconocen y que no nos interesa demasiado porque no es nuestro mundo.
Mi vocación nació en Ruanda antes de la guerra, por lo que esta experiencia no fue la base de mi vocación. Pero el concepto que yo tenía del sacerdocio y de la pastoral cambió cuando pasé a ser refugiado. Yo no conocía ese mundo, esa realidad no me decía nada personalmente. Veía que los curas vivían bien. Es cierto que tenía una vocación fuerte, sentía que quería ser sacerdote, ¿pero qué tipo de sacerdote? Pasar por la precariedad y por la humillación me configuró para otro tipo de sacerdocio: más comprensivo, más paciente, más sosegado, que entiende que la humillación puede existir, que es capaz de soportar dificultades, adversidades…
Mi sacerdocio tiene más amplitud de horizonte, más riqueza que la que hubiera tenido sin la guerra y, lo quieras o no, eso forma parte de mí y me persigue en todo lo que hago.
No sé cómo comparar ambas realidades. Cuando terminé mi formación en España quise volver a África. Sentía que esa historia la tenía que realizar de forma plena, viviendo el sacerdocio de alguna manera en el continente. Además, mi concepto de misionero había cambiado. Sentía que si África está en dificultades, muchas veces es porque los africanos no tenemos conciencia de que cada uno de nosotros tenemos que hacer lo que podamos para intentar mejorar algo las cosas. Cuando volví a África, a RCA, intenté compaginar la evangelización y la promoción humana de la mejor manera, y eso me ayudó a descubrir que se puede hacer mucho, y que cuando uno quiere, puede.
En este momento, digamos que estoy un poquito desconcertado con mi sacerdocio en España, porque te encuentras con una Iglesia ya hecha, donde parece que todo está delimitado: sus procesiones, sus ritos, la concepción de lo cristiano, de la Iglesia en general, los hermanos sacerdotes… A veces sientes que no tienes fuerza para desarrollar la creatividad porque piensas que está todo hecho. No es lo mismo que en África, donde ves que todo está por hacer y puedes desplegar todas tus capacidades e inventar. Pero aquí… ¿inventar? Me cuesta, porque es una cultura tan arraigada, con tanta historia, que te preguntas qué puedes cambiar. Ves que podrías hacer cosas, pero también piensas que puede ser violento para la gente… La manera de celebrar, de gestionar las cosas… Hay toda una tradición, y cambiar las tradiciones es muy complicado.
Sí, sí. Aquí me siento misionero. Es diferente a estar en África, porque allí todo está por explorar y tenemos la capacidad de hacer un montón de cosas, mientras que aquí todo es más difícil. Te dedicas casi a reproducir lo que los demás han hecho, y eso te limita mucho.
Creo que sí, si nos responsabilizan. Si no eres responsable de algo es muy difícil que tengas valentía para imaginar, para ser creativo. Si tienes responsabilidad puedes dar un toque diferente por tu condición de africano. Por ejemplo, la liturgia se podría mejorar, poner un poco de calor, de ambiente, y es algo que se intenta en algunas parroquias. Incluso las predicaciones de los africanos son diferentes. En mi caso, noto lo que me dice la gente, y lo noto porque llevo una historia, una experiencia de vida que es una riqueza que transmito de alguna manera. La gente percibe que no estoy hablando superficialmente, sino que me sustento en toda una vida.
Sí, las celebraciones de África, y el hecho de sentir que eres útil. Eso es muy importante, pero no solo para el sacerdote, sino para todo el mundo: sentir que vales para algo, que eres útil para la sociedad. Cuando eres sacerdote en África, ves que hay aspectos negativos. Como lo eres todo para la gente, puede aparecer la tentación de convertirte en un señor, de sentirte como un rey. Pero también hay cosas muy positivas. Cuando pasas por cualquier sitio, la gente quiere una bendición, quiere que reces, que les saludes… Percibes que cuando vas a la parroquia la gente te valora porque haces algo importante para ellos, algo que te ayuda a ir más allá. Mientras, aquí, si no haces muchos esfuerzos, puedes quedar en el anonimato. Haces lo que todo el mundo hace, presides tu misa, alguna celebración…, pero puedes pasar desapercibido en el pueblo, en el barrio, y nadie sabe quién eres.
La presencia de Dios estaba, lo que no estaba en ese momento era la claridad del sacerdocio. Desde que entré en el seminario, sentí la fuerza de ser sacerdote. En Ruanda todo era sencillo porque entras en el seminario menor, sigues en el seminario mayor, te ordenan y eres sacerdote. Pero llegué al campamento de refugiados y mi obispo murió en el genocidio. No tenía obispo, ni diócesis, ni país, ni seminario… Entonces, ¿eso de ser cura, cómo iba a ser? Me volví realista. Tenía ganas de ser cura, pero a lo mejor Dios no me llamaba para eso. Cuando estás en el campamento de refugiados no hay perspectiva de vida posible. Llegué a pensar que lo de ser cura, a lo mejor, solo era una idea mía. Salí del campamento de refugiados y fui de acá para allá, de allá para acá, y llegó un momento en el que me dije que no tendría dificultad alguna si encontraba la posibilidad de seguir la formación sacerdotal, pero que si no lo hacía, y encontraba una universidad, seguiría estudiando. Llegó un momento en el que me convencí de que podía servir a la Iglesia de otra manera, y no solo como sacerdote. Pero lo que me sorprendía era que mi itinerario siempre giraba en torno a personas que me orientaban hacia el seminario. Por ejemplo, cuando llegué a la diócesis de Bondo –norte de RDC–, en mi cabeza no entraba que un obispo me pudiera acoger como seminarista, pero cuando me acogió no tuve más remedio que pensar que a lo mejor eso de ser sacerdote no era idea mía. Luego estalló la guerra de Congo (1996) y volví al punto de partida. El obispo me iba a enviar al seminario, pero tenía que volver a cambiar de país, ir a RCA… ¿Qué iba a pasar? Y el obispo de RCA me acogió. Entonces, ya sí, estaba destinado a ser cura.
No lo sé. Esa es la pregunta que no sé contestar. No sé si a causa de toda esta historia he perdido la noción del proyecto sobre mi vida, y no sé por qué. Es como si todo se fuera haciendo sin que yo proyecte nada. Por eso el día de mi ordenación, mi palabra de vida fue «El hombre hace proyectos, pero el que se realiza es el plan de Dios». Yo no sé decir lo que quiero ser dentro de un año, o de dos, porque todo cambia radicalmente.
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