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Por Pedro Fernández Quiroga, desde Kigali (Ruanda)
Llueve. Como casi siempre en abril y mayo. Para cruzar desde Bukavu (RDC) hasta Ruanda hay que caminar por el puente Ruzizi, que atraviesa el lago Kivu, y someterse a un interrogatorio de casi una hora. «¿Qué vienes a hacer? ¿Cuándo te vas? ¿Qué es ese bloc de notas? ¿Qué es esa cámara?» Y nunca hay que responder que eres periodista.
Ruanda trata de convencer al mundo de que es un país para disfrutar. Según Kapu´sciński, si el diablo hubiera existido, pasó por allí hace 30 años. Pero ya se fue. El país es hoy un espacio de reconciliación. «Travel to Rwanda» –viaja a Ruanda– nos dijeron los poderosos equipos de fútbol Arsenal y PSG. Nadie te avisa de que en la frontera te quitarán los soportes fotográficos que lleves. El país se encuentra en el puesto 131 de 180 en la clasificación de la libertad de prensa que elabora Reporteros sin Fronteras. «Te los devolveremos en Kigali. Aquí las cosas funcionan, no como en otros lados», se ríen.
En 1994, las mil colinas del país con mayor densidad de población del África continental fueron testigos de la matanza de casi un millón de tutsis y hutus moderados en 100 días. Luego la guerra se exportó a RDC, donde han muerto más de seis millones de personas.
Antes de llegar a Kigali hay que visitar Cyangugu, Kagano y Kibushe. Cada pueblo tiene uno o más memoriales del genocidio. Se exponen huesos, calaveras y prendas usadas por las víctimas. Y más: las fotos de los niños que fueron asesinados antes de los 10 años y las armas y los rostros de los victimarios.
«El cura que me bautizó y el mejor amigo de mi padre quisieron matarme. Nos querían convencer para que nos resguardáramos en el estadio de fútbol de Kibuye. Todos los que estuvieron allí fueron asesinados. Por suerte, mi padre nunca confió en ellos y pudimos sobrevivir», cuenta Jean Felix, 35 años y voz acelerada. Enumera los días con precisión y recuerda un machete en su cuello. Y también la convivencia posterior. Que los perdonó, sostiene. Porque cree en Dios, mucho, y no quiere que se desate otra guerra. «Pero una parte de la población niega el genocidio», concluye, mirando hacia un costado con la cabeza gacha.
En los memoriales quedan los peores recuerdos de la mayoría de los ruandeses. Frente a ellos la gente camina. Algunos se quedan mirando y se santiguan. Otros pasan con cara de circunstancia.
Albert Rutikanga, de 47 años, camina sin vigor. Las que pusieron en riesgo su vida fueron las balas. No pudieron con él, pero sí con su familia. «Nos escondimos en una iglesia, pensamos que nada nos iba a suceder, pero al final fue un engaño. Asesinaron a muchos, incluyendo a mis padres».
No comprende Albert cómo sus vecinos, amigos y gente que veían todos los días quisieron matarlos. Tampoco creía que los fuera a perdonar. Fueron muchos años, pero finalmente pudo. Perdona, pero no olvida, recalca.
Se le agolpan las palabras y se sienta. Habla de su ONG, PeaceEdu, que tiene como objetivo prevenir otro genocidio a través de la educación. Trabajan con supervivientes y con los perpetradores que confesaron su papel. Las frases se desdibujan y los ojos exteriorizan recuerdos: «Todos los días trabajo con los que mataron a mi familia». Para de hablar y nos muestra su teléfono. En una imagen aparece el presidente ruandés, Paul Kagamé, junto a Bill Clinton en el memorial del genocidio de Kigali. Allí, detrás de ambos, está la foto de Albert y otros supervivientes. «El Gobierno de Ruanda aplicó leyes para sancionar y controlar posibles focos de violencia», asegura.
Hay leyes contra la violencia, sí, pero también violencia para silenciar a críticos dentro y fuera del país. Un informe de Human Rights Watch asegura que el Frente Patriótico Ruandés (FPR), en el poder desde 1994, respondió con fiereza a las críticas, desplegando una serie de medidas para tratar con opositores reales o presuntos: ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzosas, torturas, procesos políticos o detenciones ilegales, así como amenazas, intimidación, acoso y vigilancia.
Uno de los últimos casos fue la muerte en 2023 del periodista John Williams Ntwali. Famoso por su activismo pro derechos humanos, había recibido amenazas de muerte en el pasado. La respuesta oficial dictaminó que fue un accidente de coche.
Kagamé asumió en 1994 la vicepresidencia de Ruanda y en 2000 tomó las riendas del país tras la renuncia de Pasteur Bizimungu. En diciembre de 2015 logró reformar la Constitución, que estableció que un presidente pueda cumplir dos legislaturas de cinco años, aunque luego, en las presidenciales de 2017, se le otorgó la posibilidad de optar a una tercera de siete años. El próximo 15 de julio los ruandeses volverán a votar y Kagamé iniciará la carrera para continuar en el poder hasta 2034.
«Lo más probable es que Kagamé se proclame ganador con un 90 % o más de los votos, como ocurriera en 2017, cuando obtuvo una aplastante victoria con el 98,7 % de los sufragios, a pesar de denuncias de intimidación, fraude y otras prácticas irregulares», analiza Omer Freixa, historiador y africanista de la Universidad de Buenos Aires.
Freixa habla de la democracia en Ruanda como un «cotillón» y explica que la principal referente de la oposición, Victoire Ingabire (ver MN 687, pp. 32-37), fue proscrita como candidata presidencial para las próximas elecciones por cargos como conspiración antigubernamental.
Kigali es la capital de un país cuyo PIB crece a ritmos de ocho puntos anuales, según el Banco Mundial. Disfrazada de tecnocracia, tiene drones que transportan medicamentos, edificios descomunales, capital extranjero y el sueño de construir un Silicon Valley en África. Detrás de ese velo hay otra estadística: siete de cada diez ruandeses viven de la agricultura –según el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola– y su dinero depende de las lluvias y las sequías. No hay basura en la calle y las carreteras mejoraron, pero el problema es la pobreza.
El portal Datosmacro, que ofrece las variables económicas y demográficas del mundo –en este caso, a través de datos del Banco Mundial–, lo confirma: de los 196 países que analiza en términos de PIB per cápita, Ruanda se encuentra en el puesto 172, lo que demuestra que la calidad de vida sigue siendo mala.
«El autoritarismo se disimula con una muy buena imagen en el exterior, lo que propicia que el presidente tenga aliados poderosos. Además, el final del genocidio que impuso el FPR implicó el asesinato de miles de hutus. Kagamé gobierna gracias a un aura que le garantiza haber liberado al país de los genocidas hutus y presentarse como el salvador de la nación. No es más que la construcción histórica que se hizo de Ruanda como un país-milagro al salir airoso del 94. Esto encubre otras facetas como la pobreza, el alto desempleo o la falta de libertades», profundiza Freixa.
El oficialismo explica que el crecimiento se debe a la integración nacional, la transparencia a la hora de administrar los impuestos y la apuesta por la tecnología. Pasan por alto los recursos naturales, que el país no tiene. Ruanda es considerado uno de los máximos exportadores de coltán del mundo sin contar con yacimientos de este mineral.
En cada rincón de Goma, en Kivu Norte (RDC), la región que contiene la mayoría de las reservas mundiales de coltán, sostienen que hay un modus operandi: el Gobierno de Kagamé, con apoyo indirecto de Estados Unidos e Inglaterra, financian al M23 –el grupo armado más fuerte de los 120 que actúan en RDC–, que extrae los recursos para llevarlos a Kigali, mientras dilatan una guerra que lleva viva más de 30 años. La finalidad es satisfacer la demanda de empresas occidentales que desarrollan productos electrónicos que luego circulan principalmente por lugares alejados de África.
«Ruanda es rica y nosotros pobres por el coltán que nos roban», resopla sin tapujos Chikuru, fotoperiodista congoleño y fundador de la ONG FobeWorld, que busca empoderar –a través del fútbol y la educación– a jóvenes en los campos de desplazados de Kivu Norte.
En 1990, pocos años antes del estallido de abril del 94, se logró trazar cómo las grandes potencias se involucraron en una de las tragedias bélicas más violentas de la historia contemporánea. Inglaterra respaldó y financió al FPR en su base en Uganda para contrarrestar la influencia francesa, que llevaba algunos años apoyando al gobierno hutu y entrenando al grupo armado que, a la postre, llevaría a cabo las matanzas. Lo explica Freixa: «Estados Unidos y Reino Unido son aliados destacados del oficialismo ruandés. Lo ayudan en la guerra de Congo. En general, se sostiene la presencia de un complot anglosajón en detrimento del poder de las exmetrópolis belga y francesa en la región. Aunque Francia no tuvo colonias en los Grandes Lagos, su peso es muy visible. Por ejemplo, la Operación Turquesa, que no fue más que una coartada bajo el paraguas de una supuesta intervención humanitaria, respaldó a los genocidas hutus que encontraron refugio en el nordeste congoleño, complicando más aún la situación humanitaria con nuevas masacres y conflictos venideros».
El vínculo entre Kigali y Londres volvió a adquirir notoriedad después de que el Gobierno de Rishi Sunhak aprobara una ley que prevé la expulsión y traslado a Ruanda de solicitantes de asilo que han llegado a Reino Unido de manera ilegal (ver MN 682, pp. 34-39).
Hay palmeras y árboles. Jardines con el césped cortado al ras. Hay casas más o menos grandes, un asfalto bien cuidado y uno de tantos complejos lujosos de la ciudad. La avenida KG 14, donde se ubica el Hostel Hope –’esperanza’– es la extensión de una parte de Kigali, la otra son las viviendas de chapa. Las motos pasan en fila y sin hacer ruido, demostrando que hay zonas en las que pueden abstenerse de los bocinazos. Aunque en Ruanda, como en muchos países de África, los conductores suelen circular al ritmo del claxon, aquí, como en muy pocos lugares, están sometidos a los controles de velocidad que irrumpen en casi todas las rutas.
El guardia, que primero ojea tímido por detrás del portón negro y luego termina saliendo a la acera, tiene poco más de 30 años. No quiere dar su nombre, y su manera de tragar y de gesticular indica que está incómodo con las visitas. No es un edificio residencial ni un hostal, pero en realidad sí lo es, la gente se aloja aquí, aunque ahora no hay nadie. «¿Y para ver las habitaciones?». «Para ver las habitaciones…», repite, hay que fijar una cita con el director, que no sabe quién es ni cómo contactarlo. Justo cuando esboza la última palabra de una de sus muchas redundancias –«Ahora no hay nadie viviendo aquí»–, por detrás sale una mujer con ropa en la mano para secar. «Está terminantemente prohibido sacar fotos», avisa un tanto desbordado.
Hope es el primer «centro de tránsito» de Ruanda, con capacidad para 100 personas. La puesta a punto ha sido financiada por Reino Unido –firmó un acuerdo con Kigali–, que asegura a Ruanda 433 millones de euros, de los cuales una parte ya han sido transferidos. Para cerrar el círculo, el Ministerio británico del Interior ya está deteniendo a inmigrantes para deportarlos a Ruanda.
«Es una excelente muestra de la diplomacia entre Occidente y Kagamé. Es parte de unos acuerdos que se inscriben en un relato supremacista del tipo “alguien de abajo hace el trabajo sucio al de arriba” con el objetivo de regular los intensos flujos migratorios, que se interpretan como amenazas a la estabilidad desde una óptica meramente securitaria. Y, a su vez, continúa alimentando la imagen de buen samaritano de Kagamé», explica Omer Freixa.
Rutikanga no ve problemas en que Ruanda brinde asilo a los refugiados. Comprende que prefieran vivir en Londres, pero hace hincapié en que deben cumplir las reglas del
Gobierno británico. Para Victoire Ingabire, el acuerdo es «esclavitud moderna», porque implica enviar a un hogar ajeno a gente que no quieren en el propio.
Cuando el FPR tomó el poder terminó el genocidio contra los tutsis, pero comenzaron las consecuencias para los hutus: dos millones escaparon de Ruanda hacia RDC por miedo a represalias. Muchos murieron de hambre y enfermedades y otros se agolparon en la ciudad congoleña de Goma, en el que fue calificado como el campo de refugiados más grande del mundo.
Cuando la comunidad internacional entendió que Kagamé debía llevar a cabo la reconciliación nacional, este obligó –a través de la represión– a muchos hutus exiliados a volver a tierras que ya estaban ocupadas, generando brotes de tensión.
El Hope reproduce, de algún modo, el escenario. Supervivientes del genocidio que residían en el complejo han sido reubicados, y el país se vuelve a someter a las órdenes europeas, igual que en la época colonial. Mientras Kagamé lanza dardos contra Occidente en revistas panafricanistas, entre bambalinas sigue directrices de fuera con tal de recibir financiación y apoyo militar para los frentes interno y externo.
Desde dentro, en el jardín de Hope, dos personas saludan. Fuera, otras dos vigilan. Es una de las múltiples caras de Ruanda: los hombres que pueden hacer grandes negocios o los agricultores de subsistencia; los maravillados con el liderazgo de Kagamé frente a los que piensan distinto, aquellos que no se animan a hablar ni estando fuera del país; la radio –hoy propaganda del oficialismo en exclusiva– o John Williams Ntwali, que opinó y murió.
Un funcionario de la ONU que pide no revelar su identidad plantea una pregunta a la hora de hablar de la influencia de Ruanda en la guerra de Congo: «En caso que sea cierto, ¿quién tiene la culpa, el que invade o el que se deja invadir?».
Esto despierta otros interrogantes: ¿qué países colaboran con Ruanda en su supuesta influencia en los conflictos regionales?, ¿quiénes apoyan al Gobierno, o hacen la vista gorda, en la persecución a los disidentes? Tal vez el complejo Hope sea una respuesta. Y un planteamiento aún más esencial: el control se dibuja, a menudo, de bienestar. Eso sí, las víctimas son siempre las mismas.
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