Publicado por Javier Fariñas Martín en |
No es infrecuente que me venga a la memoria o a la palabra el libro El hambre, de Martín Caparrós. [Debería ser obligatorio que, como sociedad global, nos acusáramos por la mayor ignominia que perpetramos en nuestro planeta: dejar o permitir, por activa o por pasiva, que la gente muera por causas directas o indirectas vinculadas al hambre en cualquier parte del mundo].
Es repetitivo el recuerdo, entre otros motivos, porque el periodista argentino contó ahí las vidas de Aï y de Aisha, dos jóvenes de un país, Níger, del que ahora hablamos por un golpe de Estado, por la salida de las tropas francesas, por el uranio y por no sé cuántas cosas más, pero del que casi siempre olvidamos que buena parte de la población pasa hambre. Y que esa gente tiene nombre. Las cifras de la inseguridad alimentaria, de la crisis nutricional o de no sé cuántas formas más de edulcoración lingüística a costa del hambre no deben trasegar a los hambrientos al olvido.
El hambre no es la única víctima de la dictadura de las cifras. [Y en esta casa también acostumbramos a darlas]. También lo son las personas migrantes. Las refugiadas. Las desplazadas. Las mujeres que sufren violencia de género. El tumulto de niños sin escuela. Y, mucho más lejos en el tiempo, las víctimas de la esclavitud.
Que africanos y occidentales vendieron y compraron a millones de personas, a las que esclavizaron en beneficio propio, es una realidad constatada. Que las desarraigaron de su tierra con una brutalidad carente de escrúpulos es más que conocido. Que la industrialización de Occidente se sustentó en aquella mano de obra esclava, también. Del mismo modo que las ciudades europeas florecieron –y siguen luciendo orgullosas y burguesas–gracias a aquellos a los que embarcaron sin fecha de regreso. Millones de ellos y ellas. En la mayoría de los casos sin nombre y sin filiación alguna.
Pero ahora hemos conocido la existencia de Matilda McCrear. Es la última víctima de la trata transatlántica de la que se ha conocido el nombre. Secuestrada con apenas dos años, cruzó el Atlántico con su madre y tres hermanas mayores. Era 1860. El destino, Alabama (EE. UU.). El barco, el Clotilda. Ella, su madre y una hermana fueron compradas por el mismo esclavista. De las otras dos no se ha podido recopilar más información. Murió en 1940 o 1941.
No es una más. Es ella. Matilda.
En la imagen superior, grabado de un mercado de esclavos. Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla.