¿Nuevo horizonte político?

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El relevo generacional y las ansias de cambios se postulan como nuevas claves

Por Óscar Mateos

A comienzos del siglo XXI, la tendencia del liderazgo arraigado en el continente africano se había extendido por toda la región. Sin embargo, podría estar revirtiéndose, en parte, debido a la presión sostenida de los grupos de la sociedad civil y de los bloques regionales, y a las transformaciones y desafíos a los que se enfrentan las grandes urbes.

La democracia en el continente africano camina en muchas y diversas direcciones. Países como Mauricio, Botsuana, Seychelles o Ghana han demostrado una notable estabilidad en las últimas décadas, convirtiéndose así, según los principales indicadores internacionales (especialmente el del Freedom House, el Índice de la Fundación Mo Ibrahim, o el elaborado por la revista The Economist), en países donde la democracia, al fin y al cabo, funciona. Hay otros contextos que se sitúan en el vagón de cola. Sudán del sur, Somalia, República Centroafricana o Chad son, según estas fuentes, los usual suspects («sospechosos habituales»), en los que la violencia armada, los golpes de Estado y una situación de inestabilidad política generalizada los convierten en lugares en los que la democracia no parece dispuesta a enraizar, al menos a corto y medio plazo.

¿Democratización o «electoralización»?

En medio de esos dos extremos, en los que la democracia funciona razonablemente bien, y en el que simplemente no funciona, encontramos, siempre en función de lo que nos dicen estos indicadores, un grueso de países en los que la democracia experimenta enormes dificultades. Son países, en su mayoría, que desde la década de los noventa abandonaron el «sistema de partido único» que los había caracterizado desde las independencias para regresar a un sistema multipartidista en el que la celebración de elecciones de forma regular y periódica se han convertido en el principal vector de la realidad política. Y es que la celebración de elecciones es, hoy día, una parte determinante del paisaje político africano. Solo en 2018, 20 países celebrarán elecciones presidenciales o parlamentarias en el continente. En 2017, lo hicieron otros 14 y, en 2016, fueron más de 20 los comicios que tuvieron lugar a lo largo y ancho del territorio africano.

La «electoralización» de África ha sido una buena noticia en tanto que ha acabado con el predominio de regímenes de partido único que impedían la participación social y política de muchos otros actores. Ahora bien, no cabe engañarse, este fenómeno esconde numerosos límites: las elecciones no han implicado per se una democratización de muchos de estos contextos, en los que la represión de la oposición o la falta de libertades y de derechos civiles siguen estando al orden del día; los líderes en el poder han sido capaces en algunos casos de instrumentalizar y modificar las Constituciones nacionales con el objetivo de perpetuarse en el poder, y lo que es más flagrante en muchos casos, la situación socioeconómica sigue caracterizándose, no solo por la falta de servicios básicos, sino también, por la frustración social y la falta de oportunidades para importantes sectores de las poblaciones africanas.

Durante este año, 20 países africanos celebrarán elecciones para elegir presidentes o parlamentos

Para el politólogo británico, Nic Cheeseman, autor de uno de los libros más sólidos escritos en los últimos tiempos sobre el devenir de la democracia en el continente africano (Democracy in Africa. Successes, failures, and the struggle for reform), muchos países africanos han dejado de ser sistemas de partido único para convertirse en sistemas en los que un único partido (a pesar del multipartidismo) ha logrado hacerse con el poder. Si bien la democracia en los noventa experimentó un avance notable con la «electoralización» de muchos regímenes, en los últimos años, el continente estaría sufriendo un posible retroceso, a la luz de la deriva política que numerosos contextos están experimentando. A pesar de todo, Cheeseman es optimista: África se está democratizando poco a poco, y los líderes que pretendan perpetuarse en el poder lo van a tener cada vez más difícil. Los costes de la represión, asegura el politólogo británico, son cada vez más elevados para los dirigentes con aspiraciones de permanencia. Solo aquellos países que tienen importantes recursos naturales, que parten de una profunda fragilidad institucional y que gozan de importantes apoyos regionales o internacionales son los que han demostrado tener más resistencia al cambio político.

Protestas sociales y cambio político

La brecha intergeneracional entre dirigentes políticos y sociedad es cada vez más abismal. Mientras que la media de edad de la población africana es de 19 años, la media de sus líderes políticos es de 63 años, asegura el periodista Jean-Michel Bos. Una diferencia, nada más y nada menos, que de 44 años. Solo en Uganda, un dato pone de relieve esta descomunal grieta: ocho de cada diez ugandeses han nacido después de que Museveni llegara al poder en 1986. No es que Europa esté para dar lecciones a nadie, especialmente ante la grave crisis de representatividad que atraviesa, pero obviamente, esa brecha de edad entre una población cada vez más envejecida y sus dirigentes políticos apenas alcanza los 10 años.

La media de edad de la población africana es de 19 años, mientras que la de sus líderes políticos es de 63 años

Pero esta es tan solo una de las realidades que configura un contexto de intensa transformación que las sociedades africanas vienen experimentando. A este hecho cabe sumar el rápido proceso de urbanización que atraviesa el continente, el crecimiento demográfico o la penetración de Internet y de las redes sociales unido a la creciente interconexión de determinadas capas de la población. Factores, todos ellos, que ayudan a explicar la ola de protestas que el continente africano ha experimentado en los últimos años.

Una población joven, conectada, eminentemente urbana (pero conectada también con el ámbito rural), hastiada de partidos políticos que incumplen sistemáticamente sus promesas y, que en numerosas ocasiones, trata de perpetuarse en el poder haciendo trampas y haciendo valer su acceso a los medios de represión viene movilizándose en diversos lugares del continente desde 2011, e incluso con anterioridad a esta fecha. Numerosos contextos africanos han protagonizado así sus particulares «primaveras», poniendo de manifiesto, al igual que en otros momentos de la historia colonial y poscolonial africana, que las poblaciones africanas se organizan y articulan para hacer frente a las injusticias sociales y políticas.

Los desenlaces de estos contextos de movilización han sido muy diversos. En Burundi o en República Democrática de Congo, la represión gubernamental ha logrado hasta el momento mantener el status quo, a costa incluso de numerosas víctimas mortales y de un nivel de represión política extraordinario. En lugares como Senegal, Burkina Faso, Gambia, Sudáfrica o Etiopía, las protestas han logrado, de forma diferente, cambios políticos y, en muchos casos, la emergencia de nuevos dirigentes que, seguramente, han tomado nota de lo que la movilización ciudadana es capaz.

Sall, Kaboré y Barrow, el pueblo os vigila

En los últimos años, tres nuevos dirigentes africanos se han hecho con el gobierno de sus respectivos países tras procesos socialmente muy convulsos y en los que el nuevo panorama político puede considerarse, hasta cierto punto, como el resultado de la movilización ciudadana.

En 2012, Macky Sall (56 años) llegó al poder en Senegal tras uno de los procesos sociales más relevantes que el continente ha experimentado en los últimos tiempos. El movimiento Y’en a marre («Estamos hartos») recogió el testigo de las diferentes protestas de indignados que estaban acaeciendo en diferentes lugares del planeta para plantarse ante el intento del expresidente Abdoulaye Wade de aspirar a un tercer mandato. Las elecciones fueron la palanca de cambio para que todo un movimiento tratara de inspirar una nueva conciencia social y política basada en la idea del «nuevo senegalés»: una ciudadanía más despierta, más democrática, más capaz de exigir que sus dirigentes rindan cuentas. El ex primer ministro de Wade, Macky Sall no es un recién llegado a la política, sino la carta que la ciudadanía apoyó mayoritariamente en la segunda vuelta de los comicios de 2012 para propiciar un cambio político en el país. Con un patrimonio neto de 1.300 millones de CFA hecho público al llegar al poder, Sall fue acusado por algunos desde un inicio de ser parte de la vieja política; si bien el referéndum impulsado en 2016, en el que se limitaban a dos los mandatos y su duración, de siete a cinco años, es sin duda uno de los elementos que han caracterizado su presidencia, que finaliza en 2019.

El movimiento senegalés «Y’en a marre» o el burkinés «Le balai citoyen» han servido como palanca de cambio político

El actual Presidente de Burkina Faso, Roch Marc Christian Kaboré, en el cargo desde diciembre de 2015, tampoco es un debutante. Con 60 años de edad, Kaboré lo ha sido todo en política desde mediados de los noventa cuando empezara a militar en el partido del ex presidente burkinés, Blaise Compaoré: Primer Ministro, Presidente de la Asamblea, o Presidente del partido gubernamental. En enero de 2014, Kaboré y otros miembros del partido decidieron dimitir acusando a Compaoré de prácticas antidemocráticas y en desacuerdo por sus planes de modificar la Constitución para eliminar los límites del mandato, lo que habría permitido a Compaoré presentarse a la reelección en 2015. El partido de Kaboré recibiría el apoyo del movimiento Le Balai citoyen, que lideró las protestas que en octubre de 2014 obligaron a Compaoré a abandonar el país y a la Junta militar –que ocupó el poder desde entonces– a facilitar una transición y celebrar elecciones democráticas, en las que Kaboré ganó en primera vuelta con el 53 por ciento de los sufragios. De forma explícita, Le Balai citoyen, de tradición sankharista, anunció que no aspiraba a formar una agrupación política, sino a vigilar de cerca y desde la calle a los nuevos dirigentes burkineses.

En enero de 2017, después de un convulso periplo político en Gambia, Adama Barrow, de 53 años, llegaba a la presidencia. Había resultado ganador de las elecciones de diciembre de 2016 ante Yahya Jammeh, quien durante semanas, y a pesar de las protestas sociales, se negó a abandonar el cargo. La histórica posición de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (ECOWAS, por sus siglas en inglés) que amenazó a Jammeh con una intervención armada, hizo que el ex mandatario gambiano abandonara el país. A diferencia de Sall o de Kaboré, Barrow sí es nuevo en el juego político. Empresario experto en gestión inmobiliaria, el nuevo dirigente gambiano enfrenta numerosos retos sociales y políticos que la población escrutará de cerca.

Ramaphosa, Mnangagwa y Lourenço ¿savia nueva o un mero relevo de élites?

La ola de protestas africana ha llegado también a países en los que no se ha producido un cambio político sustancial, pero en los que sin protestas políticas, probablemente, el relevo presidencial no hubiera sido del todo posible. Esto es cierto en el caso de Sudáfrica, en el que en febrero de 2018 llegó al cargo Ciryl Ramaphosa tras la forzada dimisión de Jacob Zuma. Ramaphosa, de 65 años, es también una cara ya muy conocida en la política sudafricana: fue Secretario General del Congreso Nacional Africano (CNA) a principios de los noventa, y era actualmente vicepresidente con Zuma. Ex sindicalista y reputado hombre de negocios, al nuevo líder sudafricano, que fuera la apuesta de Mandela para su relevo, también se le atribuye una importante fortuna económica. Ramaphosa llega en medio de una crisis sin precedentes del CNA, mermada por los escándalos de corrupción de Zuma, tras haber perdido en las elecciones locales enclaves esenciales para el partido, y tras intensas manifestaciones sociales de estudiantes universitarios o de sindicalistas que han denunciado las graves condiciones socioeconómicas que afectan sobre todo a la población negra.

En Zimbabue, lo que no había logrado en numerosas ocasiones el eterno opositor, y recientemente fallecido, Morgan Tsvangirai, ni las intensas protestas sociales encabezadas por el pastor Evan Mawarire en 2016 por las condiciones de vida que enfrentaba la población, lo logró la hasta entonces mano derecha de Robert Mugabe, Emmerson Mnangagwa, de 75 años. En el cargo desde finales de 2017 tras una asonada militar, la llegada de Mnangagwa cabe interpretarse sobre todo como un error de cálculo de Mugabe, que apostó para su relevo por una generación de políticos en torno a su mujer, Grace Mugabe, provocando así el levantamiento de todo un sector político y militar más veterano que no estaba dispuesto a desaparecer de la primera línea política del país. El nuevo mandatario contribuirá a recuperar el espacio internacional que Zimbabue había perdido con Mugabe, si bien no es pronosticable que suponga un revulsivo social y político que despierte el entusiasmo y apoyo de la ciudadanía.

Cada vez hay más conciencia y movilización social por unos sistemas políticos que se enfrentan a retos de envergadura

Un último caso significativo es, sin lugar a dudas, el de João Lourenço (64) en Angola. Y lo es, sobre todo, porque Lourenço estaba llamado a ser un relevo controlado por parte del septuagenario, José Eduardo dos Santos, en el poder durante 38 años. Ex ministro de Defensa y ex secretario general del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), el nuevo mandatario debía ser el continuismo tutelado por dos Santos. Pero Lourenço, que llegó al poder tras las elecciones de agosto de 2017, ha dado algunos volantazos inesperados, entre ellos, la destitución de miembros de la familia dos Santos de cargos políticos y económicos de gran importancia. Las decisiones del nuevo dirigente, que pretenden dar un golpe sobre la mesa, pueden ser simples gesticulaciones o bien iniciar un proceso político de enorme trascendencia para la región si tenemos en cuenta el peso económico de Angola.

Pero más allá de estos nombres propios, existen otros que pueden iniciar importantes procesos sociopolíticos en lugares clave del continente. En Etiopía, Hailemariam -Desalegne dimitió en febrero de 2018 ante las crecientes protestas sociales en el país. En Nigeria, Muhammadu Buhari protagonizó en 2015 uno de los episodios políticos más importantes para el continente en los últimos años: el relevo político pacífico del país africano probablemente de mayor peso económico y político. En Liberia, el ex futbolista George Weah también ha substituido recientemente a la que fuera primera mujer en ostentar una presidencia en África, Ellen Johnson-Sirleaf.

El continente se encamina en muchas y múltiples direcciones. La democracia en África combina así nuevos y viejos rostros, nuevos y viejos condicionantes socioeconómicos e internacionales, y la sensación, cada vez más constatable, de anidarse en sociedades cada vez más concienciadas y movilizadas por unos sistemas políticos que enfrentan retos de una envergadura más que notable.

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