Oro

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Los campos preñados de maíz, mijo y algodón se interrumpen de repente y dan paso a un paisaje lunar. Montículos de barro y hoyos llenos de agua. En el cielo se aglutinan nubarrones oscuros que auguran la llegada de fuertes lluvias. Eso inquieta a la mujer que sobre una loma tamiza tierra con un gran cedazo. Con mucha determinación mueve los brazos, rebusca en la malla y tira los restos con gesto de cansancio.

A sus pies, sumergido en uno de los agujeros hasta la cintura, un menor utiliza una batea. Hace rotar con maestría la mezcla de barro y agua. Él también introduce los dedos al final del proceso y escudriña entre los últimos residuos. Luego se deshace de ellos arrojándolos lejos de sí.

Un poco más allá, un joven remueve con una pala los montones de tierra para formar algunos nuevos. De ellos, la mujer recoge el material que criba.

Buscan migajas de oro que pudieron pasar inadvertidas a los mineros que meses antes excavaron, lo que parece fue una próspera mina artesanal. Una vez agotada, abandonaron el lugar y se mudaron a una nueva localización, no lejos de allí. A un tramo del río que todavía no había sido violado.

Sí, porque donde ahora se extiende un barrizal y un paisaje fantasmal, antes reposaba la rivera de un pequeño río que transcurría plácidamente y facilitaba agua a los habitantes del pueblo vecino. Desde hace años, los mineros inundan sus orillas y las profanan. Horadan el lecho creando pozas en busca del preciado metal. Además, el mercurio utilizado para separar el oro de sus impurezas lo contamina y genera graves problemas para la salud de las personas.

La familia Outtara no tiene los medios necesarios para unirse a esos mineros artesanales. Por eso rebuscan las sobras que ellos pudieron dejar atrás. Pequeñas partículas de oro que pasaron de largo a los ojos de los profesionales.

Cuando vivía el marido y padre, la cosa era distinta. Él formaba parte de una de las cuadrillas que cavaban y cribaban continuamente el lecho del río. Poseían una cribadora automática que funcionaba con la ayuda de un generador de gasóleo. Los hombres solo tenían que cavar y echar la tierra en la boca de la máquina para que esta hiciera el trabajo. Al final del proceso, el oro, más pesado que la arena, quedaba depositado en un recipiente. A pesar de ello, necesitaban al menos una semana de trabajo para recoger una onza.

Un derrumbe enterró al padre y a sus compañeros en uno de los hoyos que estaban excavando. «Fue la voluntad de Dios», dice la viuda, mientras los hijos la miran sin atreverse a replicar. Ahora la familia Outtara necesita meses y mucha suerte para conseguir la misma cantidad. Pero ninguno de sus miembros parece quejarse. Tampoco tienen mucho tiempo para hablar. Deben apresurarse y recoger. La lluvia que se anuncia puede provocar corrimientos de tierra. Necesitan salir de allí antes de que las primeras gotas empiecen a caer.




Fotografía: Ollivier Girard/CIFOR (Creative Commons)

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