Publicado por Chema Caballero en |
Al fondo, una pequeña habitación hace las veces de cocina. Dentro se avistan varios bidones y cubos de plástico, algunos barreños y ollas de latón y unos fogones. Dos mujeres se afanan: cortan verduras, emplatan, lavan cacharros. Un gran cartel donde destacan gambas, tomates, pimientos y una dama muy sonriente porque usa una pastilla de caldo para sazonar sus guisos, corona la entrada.
La dueña del local, envuelta en un traje azul y pañuelo rosa sobre la cabeza, acerca los platos rebosantes de arroz a las mesas. Luego deposita la salsa. Hoy es de tomate, con mucho picante y vísceras, una de las especialidades de la zona. En cuanto los comensales hunden la cuchara en su plato, aparece un grupo de chavales que se para a observar, golosamente, el manjar que empieza a desaparecer poco a poco. Los niños –el mayor tendrá 10 años– se petrifican fuera del recinto. Solo sus ojos muestran algún signo de vida. Escanean el espacio y están atentos al mínimo movimiento de los clientes.
La dueña les grita. Les insta a alejarse, a no traspasar los límites de su negocio si no son llamados. Ellos asienten con la cabeza y siguen a lo suyo. El más pequeño se apoya en uno de los postes de la entrada, parece cansado.
Los menores despuntan por vestir ropas muy usadas –algunas de grandes tallas–, por la falta de sonrisas y, sobre todo, por los tarros que antes contuvieron mantequilla o mayonesa, y a los que han añadido una cuerda que cruzan sobre los hombros para sujetarlos.
Todos los presentes dejan algo de comida en su plato. Quizás no más que un par de cucharadas. Alguien hace un gesto y uno de los menores se acerca. Levanta la tapa de su recipiente y vuelca en él las sobras. Con una pequeña genuflexión expresa su agradecimiento. Y en silencio, como entró, se retira a su puesto de observación. Parece que los chicos han establecido un turno que todos respetan. Se alternan al ser llamados.
Son talibés, estudiantes de una escuela coránica. Esclavizados por su maestro, que se enriquece gracias a ellos. Deben mendigar todo el día y llevar comida y dinero de vuelta a casa, si no el marabú les castigará severamente y les dejará sin cenar.
Cuando todos los comensales se han ido, la dueña les invita a pasar. Les da un par de escobas y baldes con agua y les hace asear las mesas y el suelo del restaurante. Luego, aparece con una gran bandeja en la que ha amontonado la comida que no ha vendido. Obliga a los niños a sentarse y les anima a que coman. Así se asegura de que aunque no cumplan con la cuota marcada por su maestro, por lo menos hoy llenarán los estómagos. Han tenido suerte.