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Por Gonzalo Sánchez-Terán, trabajador humanitario y profesor
Me marché a trabajar con el Servicio Jesuita a Refugiados hace más de 20 años a la frontera entre Guinea y Liberia con dos libros en la mochila: Ébano, de Ryszard Kapuścińskii, y la Historia Contemporánea de África, de José Luis Cortés López, recién publicada en la editorial de MUNDO NEGRO. No había mucho más en las librerías. España vivía, en gran medida aún lo hace, de espaldas a África. Las únicas noticias que llegaban desde más allá del estrecho de Gibraltar, antes de que el drama de las vallas de Ceuta y Melilla se convirtiera en una tragedia cotidiana, procedían de las guerras poscoloniales y del testimonio ocasional de algún misionero sobre las condiciones de vida o de muerte en países cuyas capitales habíamos aprendido para un examen escolar y luego olvidado.
Trabajar para una ONG internacional, por católico que fuera su origen, te predisponía a desconfiar de la labor de los misioneros. Nosotros, con coches relucientes y teléfonos satélite, éramos la compasión profesionalizada, y los millares de sacerdotes y monjas que vivían y se desvivían junto a las poblaciones afectadas por la violencia o la miseria, poco más que aficionados con buenas intenciones. La suspicacia, cierto es, era mutua. Para muchos religiosos las organizaciones humanitarias son en realidad agencias de turismo social pagando salarios desorbitados. En mi experiencia de varios lustros unos y otros errábamos.
Verdad es que el sistema humanitario está atravesado por incoherencias, pervertido por la política y viciado en su quehacer de lejía de la conciencia global. Sin embargo, he tenido compañeros y compañeras cuya dedicación va más allá de lo exigible, personas que se dejan la piel en campamentos de refugiados y aldeas en condiciones, a veces, de peligro extremo. El sistema de Naciones Unidas, Cruz Roja y grandes oenegés es un paquidermo en crisis, pero muchos de sus trabajadores a pie de campo representan, por sus convicciones y entrega, lo mejor de una mirada al mundo nacida de los derechos humanos universales. Deberíamos sentir todos, hacia ellos y ellas, una inmensa gratitud.
La admiración la reservo para quienes hacen de ese compromiso con los que más sufren una tarea vitalicia: no un trabajo, sino una vida. Sus nombres y sus rostros pasan delante de mis ojos: algunos viven aún, otros han fallecido ya.
Recuerdo que en lo peor de la guerra de Liberia, cuando casi todos los extranjeros habían sido evacuados, ahí seguía abierto y desafiante, el hospital de los Hermanos de San Juan de Dios, curando a heridos de bala, tratando con dignidad y amor a las personas más desventuradas. Lo llevaban un puñado de hermanos y religiosas españoles y africanos. Allí quedó enterrado alguno de ellos.
He visto a las Misioneras de la Caridad ocupándose de enfermos desechados por el sistema de salud y las oenegés en Nairobi, Monrovia y Adís Abeba. He visto a las monjas vedrunas defendiendo los derechos de las mujeres inmigrantes en el Magreb e impartiendo formación profesional a madres refugiadas en Guinea. He visto a jesuitas ancianos recoger niños de la calle en Camerún. He visto a sacerdotes salesianos proteger a jóvenes amenazados en medio de la guerra de Costa de Marfil. En realidad, admiramos a aquellos seres humanos capaces de hacer cosas que nosotros seríamos incapaces de emprender. He sido testigo de existencias que nos ennoblecen, y quizá nos redimen, como especie.
Hace solo cuatro meses murió en Conakry Pedro Mari Astigarraga, un hermano de Lasalle que dedicó su vida entera a que la gente joven con menos recursos pudiera realizar estudios y acceder a trabajos dignos. Cuando falleció, su nombre no apareció en los periódicos. No recibió reconocimientos ni galardones. Los que tuvimos la inmensa fortuna de conocerlo pensamos que ojalá quienes abarrotan las pantallas de televisión y las redes sociales tuvieran una pequeña parte de su humanidad e integridad. Por fortuna, quedan muchos hombres y mujeres como Pedro, igual de anónimos, igual de admirables, en lugares invisibles, donde reside, estoy convencido, el futuro.
Una Semana Santa de hace muchos años, fui con Mateo Aguirre, jesuita, y un cura diocesano de Liberia a escuchar misa en el campo de desplazados de Jah Tondo. Las mujeres, los hombres y los niños no cabían bajo la carpa que ejercía de iglesia. La guerra en su país entraba en su tercer lustro y todos los que allí se arracimaban habían visto sus casas derruidas y sus cultivos arruinados por causa de la violencia. Vivían en tiendas de campaña miserables, quemantes los días de sol, húmedas los de lluvia. La presencia de grupos armados, tanto del Gobierno como de los rebeldes, casi impedía la asistencia humanitaria y aquellas docenas de miles de personas apenas tenían para sobrevivir.
Cuando el sacerdote empezó a leer la historia de la Pasión de Cristo, tal y como la cuentan los evangelios, me detuve a observar las caras de quienes allí me rodeaban. Esa historia de injusticia, armas, poder, torturas, vejaciones, ejecución, sonando en el interior de Liberia, no era un relato de tiempos pasados, una obra teatral clásica cuyos personajes reconocemos, un episodio de consecuencias metafísicas; no, aquello hablaba de sus vidas, de lo que ellos sentían, sufrían, esperaban. El protagonista y víctima no era una invocación abstracta, el protagonista y víctima era como ellos: los protagonistas y víctimas eran ellos; son ellos. El cristianismo es una religión extraña: nacida entre pobres y perseguidos se la apropiaron perseguidores y acaudalados. Y sin embargo pervivió en su esencia. No es extraño comprender dónde y junto a quiénes cobra su sentido verdadero.
En la imagen superior, el jesuita Mateo Aguirre con un grupo de mujeres en Casa Bulengo, en la ciudad de Goma (RDC). Fotografía: ALBOAN
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