Un ajedrez violento en Burkina

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El Sahel, pendiente de la situación del país de los hombres íntegros
Como si se tratara de una simple partida sobre un tablero, múltiples actores violentos han comenzado a jugar sobre Burkina Faso. Sus intereses –diversos–, y sus formas de actuar –variadas–, complican la erradicación del fenómeno. Es el gran reto del país, pero también de toda la región.

 

Los datos son contundentes: en 2015 se produjeron 4 ataques; en 2016 fueron 14; en 2017 aumentaron a 89; en 2018 se doblaron, siendo 191 los ataques registrados; y en los primeros cinco meses de 2019 ya se ha llegado a esa última cifra según el ACLED (The Armed Conflict Location and Event Data), observatorio de datos que presenta informes semanales basándose en diversas fuentes sobre el terreno.

«Estamos viviendo un deterioro constante del estado de la seguridad en el país. Los grupos terroristas han demostrado su capacidad para adoptar nuevos modus operandi y diversificar sus operaciones, mientras el Gobierno –de Burkina Faso– no ha logrado anticiparse a la estrategia violenta que están implementando», explica a ­MUNDO NEGRO Mahamadou Savadogo, especialista burkinés en violencia extremista en el Sahel. Los expertos y analistas consultados coinciden en que la situación es cada vez más preocupante por la inexistencia de unas Fuerzas Armadas capaces de contener a las katibas (unidades o batallones que pueden ser de una etnia o de la asociación de varias) que dominan las fronteras de los países del Sahel en los que se están extendiendo los grupos violentos. En Burkina Faso se está reproduciendo un escenario de violencia similar al de Malí, sin que la experiencia de las intervenciones ya desplegadas tanto por la ONU como por Francia o EE. UU. puedan ser un referente. «Durante los últimos 20 años todos los mecanismos de seguridad desplegados por fuerzas internacionales en el Sahel –incluidos los de prevención cuando solo existía Al Qaeda en el Magreb Islámico–han fracasado y generado una mayor inestabilidad en la región», apunta Beatriz Mesa, analista del LEPOSHS, el Laboratorio de Estudios Políticos, Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Internacional de Rabat.

Para Héni Nsaibia, investigador de ACLED, hemos llegado a la situación actual por «múltiples factores». Y detalla: «Burkina Faso es el país con mayor contribución de efectivos en la Misión de paz de la ONU en Malí (MINUSMA), desatendiendo su propio territorio, porque el 25 % de su Ejército se encuentra en el exterior. Solo ahora, tras más de 500 ataques, se está planeando la retirada de un batallón burkinés de la Misión, que será remplazado por uno de ­Costa de Marfil. En segundo lugar, la débil presencia en áreas rurales de las Fuerzas Armadas ha facilitado el reclutamiento y la proliferación de estructuras locales de seguridad como los koglweogo, conformada principalmente con miembros de la comunidad mossi, que ya están rechazando a los fulanis y los soum. El Ejército burkinés está dispensando un trato desigual, estigmatizando a los fulanis y cooperando con los koglweogo, a los que utiliza como guías para identificar a militantes sospechosos o simpatizantes de los grupos violentos. Tensiones que provocaron los ataques masivos de Yirgou y Arbinda. Los arrestos masivos, ejecuciones sumarias, incendios de pueblos y caseríos tienen como objetivo casi exclusivo a los fulanis, y en menor medida a los árabes y los tuaregs». Incluso, apunta Nsaibia basándose en informes de varias organizaciones, se está sugiriendo que las fuerzas gubernamentales están matando tres veces más que los milicianos de los grupos violentos.

Nadie cuestiona que la violencia se desató en el país cuando Blaise Compaoré perdió el poder –que ostentaba desde hacía 27 años– tras el alzamiento popular del 28 de octubre de 2014. Así terminó su intento de reformar el artículo 37 de la Constitución para ser reelegido presidente. El hecho de que casi un año después la población también abortara un golpe de Estado del autoproclamado Consejo Nacional para la Democracia (próximo a Compaoré), confirmó que el poder ya no volvería a estar en manos de aquellos que, a cambio de garantizar la seguridad en el país, establecieron pactos de facto que permitían el contrabando de todo tipo de mercancías ilegales, repartiéndose, además, parte de los beneficios. «No hay una información específica, con detalles sobre un acuerdo entre Compaoré y los grupos militantes yihadistas, pero son muchos los informes que sugieren que existía un acuerdo de no agresión. Burkina era utilizado como una base de tránsito y logística en la retaguardia», considera Nsaibia. Y coinciden Savadogo y Mesa: «Compaoré era un mediador entre los grupos terroristas y Occidente, no era tanto un trato como el acuerdo para facilitar el intercambio de prisioneros, liberar a secuestrados, en el que todos obtenían dinero».

 

Un grupo de desplazados internos en Uagadugú, el pasado 13 de junio. Fotografía: Getty

 

Violencia política o terrorista

Una de las cuestiones es, sin duda, qué tipo de violencia sufre Burkina Faso. «Sin duda es violencia política, los grupos militantes yihadistas han articulado claramente objetivos políticos, su principal reto es instalar un sistema regido por la ley islámica, la sharía. Lo puedes llamar un califato, estado islámico o emirato. Para lograr este objetivo están librando una guerra contra los Estados de la región a través de la guerrilla o de guerras asimétricas», analiza Nsaibia. Punto de vista en el que coincide Mesa: «No son atentados de carácter ideológico porque eso sería entrar en una corriente de pensamiento occidental, ajena a lo que sucede en el terreno. Son grupos de violencia política, de oposición. No están atentando contra infieles o figuras occidentales, sino que tienen un efecto directo entre sus hermanos».

En cambio, para Savadogo se trata de «insurrección militar local en algunas regiones. En el este es insurrección local militar, pero en el norte podemos hablar de una etnia terrorista yihadista. Creo que la violencia política aparecerá durante las elecciones pero, por el momento, son ataques terroristas».

Uno de estos grupos es la Katiba Macina, con presencia a lo largo de la frontera occidental y en varias áreas de Burkina. Activa desde 2014, se ha convertido en la alianza de milicias más amplia y la autoridad de facto en el delta interior del Níger (Malí). También está presente en regiones del centro y sur de este país. «La Katiba Macina es descrita a menudo en los medios como un grupo fulani, pero es una calificación superficial, porque en sus filas también hay bambaras, dogones, tuaregs y otros grupos étnicos», puntualiza Nsaibia.

«Independientemente de los juegos de ajedrez y de la violencia política que caracteriza a estos grupos armados, en el Sahel se está viviendo una situación delicada en la confrontación entre el islam suní –y los movimientos de las cofradías–, frente al islam reformista con el salafismo. Arabia Saudí juega, junto con Irán, la baza religiosa en la región, igual que China se centra en la económica o Francia en la securitaria. Hay una desviación hacia la práctica wahabí, que no tiene nada que ver con el yihadismo. Es como si se hubiera hecho una revisión del islam que no cree en los santos, en seguir venerándolos. Solo hay un Dios y no hay que pasar por intermediarios. Los petrodólares de Arabia Saudí llevan años levantando mezquitas inspiradas en su ideología, que erosionan una realidad ancestral en la región como es la del islam sufí», argumenta Mesa.

 

Los presidentes del G5 Sahel con Emmanuel Macron en Nukchot, en julio de 2018. Fotografía: Getty

 

Pobreza frente a la violencia

Mientras en 2017 la Unión Europea, con Francia y Alemania a la cabeza, decidía invertir 423 millones de euros en la operación G5 Sahel, para combatir el terrorismo en la zona, en Burkina Faso, uno de los países más pobres del mundo, la población sobrevive con un ingreso bruto per cápita de 734 dólares. El 40 % de los habitantes dispone solo de tres dólares al día. «Las actividades económicas en las zonas de conflicto se han paralizado y los mercados ya no funcionan», apunta Nsaibia, secundado por Savadogo, quien analiza así la situación socioeconómica del país: «Es el gran reto y la llave de la lucha contra la violencia radical. Si se logra estabilizar la situación económica y social, se conseguirá reducir un 70 % la violencia de los grupos radicales».

La táctica de los grupos armados de atacar escuelas e infraestructuras gubernamentales existe desde que comenzó la violencia, pero que el objetivo sean también las Iglesias podría responder a una mayor «brutalización» de la situación. «Con una violencia intercomunal intensa, el abuso de las fuerzas gubernamentales con tácticas pirómanas enfrentará a unas comunidades contra otras», concluye Nsaibia.

Burkina Faso se ha convertido en una espiral fuera de control, que obliga a las autoridades a colaborar y potenciar sus lazos con los países que comparten la descontrolada situación en la región.

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