Publicado por Javier Fariñas Martín en |
Compartir la entrada "Una agonía contemporánea"
El Plan Obus, obra de Le Corbusier, es el ejemplo de una anomalía, la de una historia mal contada que convirtió a aquel desarrollo ideado en 1931 por el arquitecto suizo en la obra más referenciada de la arquitectura moderna en África, a pesar de que nunca llegó a hacerse realidad.
Tres años antes de firmar ese proyecto, que preveía cambiar la fisonomía de Argel, se había constituido el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM) y se había celebrado su primer encuentro. Con motivo del IV CIAM, se firmó uno de los documentos fundacionales de esta corriente, la Carta de Atenas, en la que se propugna una arquitectura que «debe ser puesta de nuevo al servicio del hombre». En conversación con MN, Roberto Goycoolea Prado, profesor del Departamento de Arquitectura de la Universidad de Alcalá, reconoce que «las ciudades modernas ofrecían posibilidades que los centros históricos y tradicionales no tenían. Eso pasó en Luanda, como pasó también en Madrid, donde en Moratalaz tenían mejores condiciones que en el barrio de Salamanca o en Sol».
Más allá de la espectacularidad de algunas de sus construcciones –en África están el Gran Mercado de Niamey (Níger); Ponte City, en Johannesburgo (Sudáfrica); La Pirámide, en Abiyán (Costa de Marfil); o el Centro Internacional de Conferencias Kenyatta, en Nairobi (Kenia)–, el movimiento moderno proponía una reformulación de los edificios y de la ciudad. Como dijo el arquitecto portugués Nuno Teotónio Pereira, su motivación «fue la dimensión utópica más que la dimensión estética».
El Plan Obus o la embajada de Estados Unidos en Luanda (Angola), diseñada por Louis Khan, fueron algunos de los proyectos arquitectónicos modernos que no vieron la luz en África. Sin embargo, a través de las metrópolis, y con protagonismo fundamental de arquitectos nacidos y formados fuera de África, la corriente arquitectónica moderna fue llegando al continente. La mozambiqueña Patricia Noormahomed, doctora en Arquitectura, reconoce a MN que aquel bum tuvo que ver «con la tónica general de lo que estaba sucediendo en el mundo: la arquitectura moderna se estaba expandiendo». En el caso de las colonias portuguesas, especialmente en Angola y Mozambique, los paradigmas de la Carta de Atenas fraguaron con profusión, y en ello tuvo mucho que ver la situación política de Lisboa.
El Estado Novo (1944-1974) coincidió con la explosión del movimiento moderno en Europa y en escenarios periféricos muy vinculados a la época colonial portuguesa como Brasil. Los CIAM se consolidaron y «la nueva arquitectura comenzó a conocerse en la Escuela de Arquitectura de Lisboa y con mayor intensidad en la de Oporto», explica Goycoolea en la introducción de La modernidad ignorada. Arquitectos que habían tenido la oportunidad de trabajar fuera de Portugal, algunos de los cuales se habían empapado del trabajo de Le Corbusier, llevaron hasta la península ibérica los aromas de una corriente destinada a cambiar la concepción arquitectónica del momento. Sin embargo, como explica Paz Núñez Martí, profesora de Arquitectura en la Universidad de Alcalá, «los jóvenes arquitectos que iban conociendo las propuestas de los CIAM […] sabían que no podían aplicarlas en el Portugal continental. En las provincias de ultramar la situación era distinta».
Uno de ellos fue Francisco Castro Rodrigues. Con una larga carrera profesional en Portugal, el compromiso político del arquitecto le valió la persecución del régimen de Salazar, lo que le obligó a exiliarse en Lobito (Angola), ciudad para la que ya había elaborado el Plan de Urbanización cuando trabajaba en el Ministerio de Ultramar. En una entrevista realizada en 2011, señaló que tuvo que marcharse por «la imposibilidad de un trabajo honesto, moderno y decente en este país [Portugal]. Fue el período del Estado Novo, en el que se imponían fórmulas a los arquitectos. Si huían de esas fórmulas, los proyectos eran rechazados».
Muchos de los arquitectos que decidieron recoger sus bártulos y recomenzar su vida profesional en África divergían de las corrientes arquitectónicas predominantes en el régimen salazarista –Núñez indica en La modernidad ignorada que «tras la II Guerra Mundial, el Estado Novo portugués proponía una arquitectura tan siniestra y anacrónica como sus mentores políticos»–, pero también se encontraban en las antípodas de los principios ideológicos del régimen portugués. Esto, en opinión de Goycoolea, conllevó que «la arquitectura moderna fuera promovida por arquitectos de izquierdas que veían en ella un instrumento de transformación social y de oposición al régimen de Salazar». Eso no supuso que solo hicieran arquitectura moderna autores ideológicamente opuestos al Estado Novo, como explica a MN la portuguesa Inés Rodrigues Lima, doctora en Arquitectura y experta en vivienda colonial y poscolonial en África: «Hubo muchísimos arquitectos portugueses de derechas, como Simões (Carvalho), que trabajaban para el Estado e hicieron una arquitectura moderna espectacular». El propio Fernão Simões zanjó ese debate en una entrevista: «No soy fascista, nunca lo fui, ni soy comunista. ¡Soy urbanista! Esa es mi política. Y tengo para mí que es un apostolado […]. Construir para que las personas se sientan felices».
Junto a edificios neoclásicos como el Banco Nacional de Angola, en plena bahía de Luanda, que mostraban la estética preferida por el Estado Novo, comenzaron a aparecer ejemplos de arquitectura moderna. Goycoolea recuerda que «al régimen poco le importaba la estética de sus edificios en las colonias mientras cumpliesen sus cometidos funcionales a precios razonables, y tampoco le venía mal dar una imagen de modernidad, aunque mejor a miles de kilómetros». Y así ocurrió. La arquitectura moderna, denostada en Lisboa, comenzó a proliferar en las colonias portuguesas con un doble objetivo: mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y facilitar la cohabitación de europeos y africanos.
Mientras que la primera meta se logró, la segunda quedó pendiente: «La clasista mentalidad colonial frustró estas aspiraciones. Luanda moderna, en lo que a viviendas y equipamientos se refiere, continuó siendo dominio de los europeos», añade Goycoolea. Los edificios y los desarrollos urbanos modernos fueron ocupados, en su mayoría, por colonos o por actividades lideradas por la metrópoli o sus brazos de poder, lo que provocó el rechazo de la población local. Esa animadversión explica, quizás, la poca atención que se prestó a este movimiento arquitectónico en las colonias. La arquitectura moderna se interpretó como otra expresión del dominio de la metrópoli.
En aquel momento, mediados del siglo XX, el Estado Novo favorecía la emigración desde Portugal hacia los espacios coloniales, un movimiento de personas al que se sumaron los colonos de los territorios que Portugal perdió en la India. «Había un movimiento de personas migrantes, expatriados, a las que el Estado tenía que dar una solución. Se puede decir que fue una corriente arquitectónica impuesta de alguna manera desde la metrópoli», explica Noormahomed. Y esta situación provocó que la arquitectura moderna no arraigara «en el corazón de los mozambiqueños, porque estaban excluidos de esa forma de construcción», añade.
El movimiento arquitectónico moderno, que había nacido y se había desarrollado inicialmente en Europa, tuvo gran impacto después de la II Guerra Mundial fuera del continente, donde se acomodó a las particularidades geográficas y climatológicas de cada escenario. Ese contexto histórico y climatológico provocó el desarrollo de una arquitectura moderna regional, autóctona, denominada «moderno tropical», que «se adaptó al país receptor según eran sus características y que es diferente en cada sitio dependiendo de cuál fuera la potencia colonial», explica Paz Núñez. En África, uno de los lugares donde más y mejor se percibe su adaptación a las características locales es Luanda.
Una de las líneas maestras de la Carta de Atenas insistía en que los edificios se levantaran en función de dos factores: su utilidad y el clima. Jerónimo Granados, profesor de Arquitectura en la UCAM (Murcia) destaca a MN que en el continente africano «utilizan recursos, técnicas constructivas, se esmeran en la protección frente al sol, lo que hace que se convierta en una arquitectura moderna peculiar». Se hicieron habituales elementos como ventanas corridas y retranqueadas, celosías o lamas móviles que facilitaran el paso de la luz o el aire según la necesidad del momento. En la capital angoleña, los edificios residenciales de muchas alturas dejaron la planta baja con espacio para grandes soportales y zonas sombreadas. En opinión de Granados, «las condiciones climáticas son las que empujan a que esta arquitectura sea peculiar. Y luego están los condicionamientos económicos. No podemos ver los elementos prefabricados de las arquitecturas estadounidense o japonesa porque los países africanos no tienen esa industria tan especializada ni posibilidades para importarlos».
Bajo esas premisas, no es difícil intuir el escenario en el que se desarrolla Teoría general del olvido, del angoleño José Eduardo Agualusa. Ludo, su protagonista, tapia la puerta de acceso a su vivienda: un piso en un edificio de muchas alturas en Luanda. Las páginas de la novela avanzan y descubren, a retazos, un edificio que, posiblemente, forma parte de la nutrida arquitectura moderna que, en pleno Estado Novo, se desparramó por Angola.
En base a los principios defendidos en los CIAM, los arquitectos comenzaron a diseñar edificios institucionales, administrativos o de ocio. Noormahomed, refiriéndose a su país, reconoce que «se construyeron muchos cines entonces. En un primer momento se hizo un poco de todo y al final lo que se promovió principalmente fue la vivienda», e insiste en que «el desarrollo de la arquitectura moderna en Mozambique respondió a una necesidad de la metrópoli», de Lisboa.
Este vínculo con la población, con su realidad y sus necesidades concretas tuvo un impacto directo en el diseño de las ciudades, en las que el legado moderno fue más allá de la espectacularidad de algunos de sus proyectos. El profesor Goycoolea recuerda en La modernidad ignorada sus primeros paseos por la capital angoleña: «La caótica saturación vehicular de la capital permitía observar con detenimiento un catálogo de buenas obras modernas que, según la zona recorrida, iban de naves industriales a pequeños comercios, de viviendas individuales a verdaderas “unidades habitacionales”, de equipamientos públicos a emblemáticos edificios institucionales».
Como respuesta a diferentes necesidades, surgieron en Luanda el mercado de Kinaxixi, el edificio de la Seguridad Social o el de la Radio Nacional de Angola. En el caso de Mozambique, aquel impulso culminó, por ejemplo, en el Banco Nacional Ultramarino, aunque Patricia Noormahomed enfatiza en que «para la sociedad mozambiqueña es más interesante todo el paisaje de vivienda moderna, no tanto un edificio particular». Y ahí están las barriadas de Baixa, Polana Cimento o Sommerschield, todas en la capital.
Aunque el mayor impacto se registró en Angola y Mozambique, el resto de colonias portuguesas también se vieron afectadas por esta corriente arquitectónica. En Cabo Verde el desarrollo fue desigual. Mientras que en la capital, Praia, las construcciones fueron más oficialistas, en Mindelo, la sede del Comando Naval o el Hotel Porto Novo fueron trazados bajo los aires de la modernidad. En la capital bissauguineana, la transición entre la tradición y la modernidad se ve en construcciones como el edificio de Correos o la aduana. La colonia donde la arquitectura moderna tuvo una menor presencia fue Santo Tomé y Príncipe.
La arquitectura moderna se expandió por África, a pesar de que la investigación académica no hizo mucho por reconocerlo. Goycoolea Prado reconoce que «la historiografía de la arquitectura moderna, al menos la más reconocida, es la historia de los países hegemónicos, tanto en qué se cuenta como en quién lo cuenta. Las referencias a la arquitectura moderna africana, como a la de otros países “periféricos”, son mínimas, pese a que, generalizando, […] la producción moderna fue en estos países mayor que en las metrópolis».
El desconocimiento se inoculó también en la población de los países donde se levantaron estas construcciones. La falta de información sobre quién las proyectó, el contexto en el que se proyectaron o las razones de su construcción quedan en la nebulosa del olvido.
Con la caída del Estado Novo y la independencia, los angoleños no terminaron con la arquitectura moderna, a pesar del estrecho vínculo que había tenido con el poder colonial. Simplemente la resignificaron y reocuparon. En Teoría general del olvido, Agualusa habla de un espacio y un momento concretos, el Edificio de los Envidiados, que «se fue animando con la aparición de nuevos residentes. Gente llegada de los suburbios, campesinos recién llegados a la ciudad, angoleños regresados del vecino Zaire y legítimos zaireños. Ninguno habituado a vivir en edificios de pisos».
En Mozambique, a la guerra de liberación le siguió otra civil. El Gobierno de Samora Machel nacionalizó los edificios que habían quedado abandonados o los que eran segunda residencia y una agencia pública se encargó de administrar aquella bolsa de vivienda. En los años 90, cuando el Estado se dio cuenta de que no podía gestionar aquella cantidad de inmuebles, decidió venderlos. La falta de mantenimiento a lo largo de las décadas ha provocado que el patrimonio moderno de Mozambique se encuentre en una situación de grave deterioro. «En teoría, el Estado los iba a mantener después de la independencia, pero no tenía la capacidad técnica ni económica de hacerlo. Ahora sí veo una conciencia de los habitantes de mantener esos edificios», advierte Noormahomed.
A esto se suma la ausencia de protección legal para aquellas construcciones. La ley del patrimonio cultural mozambiqueño establece el reconocimiento de los edificios anteriores a 1920. «El texto –explica Noormahomed– viene a decir que las construcciones posteriores a esa fecha representan la expansión o el dominio coloniales, y eso es algo que no se quiere recordar. […] Este es un asunto muy ligado al partido que sigue en el Gobierno, que sigue siendo el de la lucha de liberación, por lo que es muy difícil que vaya a haber un reconocimiento de estos edificios».
Uno de los autores más reputados de la literatura angoleña contemporánea, Pepetela, se adelantó a su tiempo cuando aventuró en El deseo de Kianda la desaparición de la plaza de Kinaxixi, incluido el mercado del mismo nombre. Primer trabajo de Vasco Vieira da Costa, fue una de las principales referencias de la arquitectura moderna de Luanda. La obra de Pepetela, publicada en 1995, arranca con el primer atisbo de la extinción de la barriada luandesa: «Joao Evangelista se casó el día que se desmoronó la primera finca. En la plaza de Kinaxixi. Más tarde intentaron encontrar una relación de causa y efecto entre los dos notables acontecimientos. […] João Evangelista se casó a las cinco de la tarde, en el Registro Civil de Kinaxixi, y la casa se cayó a las seis. De existir alguna relación, parece claro que el matrimonio fue la causa y en ningún caso el suicidio de la finca. El problema está en que las cosas nunca son tan claras como nos gustaría».
En este caso, la realidad daría la razón a la ficción. En 2008, el mercado de Kinaxixi, la obra emblemática de aquella plaza en torno a la que giraba todo lo que acontecía en la ciudad, fue demolido al ser considerado una «casa vieja y decadente». Mientras que para algunos aquello es reflejo del devenir normal de los tiempos, otros lamentan la pérdida de un patrimonio que, a duras penas, pervive en las antiguas colonias portuguesas en África.
Esta realidad convive con otra de la que muchos no quieren hablar, la presencia china en el mercado constructivo angoleño. Quien sí lo hace es Paz Núñez: «Estamos asistiendo a una nueva colonización del mercado de la construcción por parte de China, con obras de calidad muy baja y proyectos descontextualizados del lugar, el clima, la cultura y la sociedad. Se trata de trabajos con una clara vocación de singularidad, pero diametralmente opuestos a los principios del CIAM sobre la utilidad de la arquitectura y el servicio a la persona. Se está produciendo una nueva colonización arquitectónica, esta vez “consentida” por el propio pueblo, o mejor dicho, por gobernantes que no consideran las consecuencias que esto pueda tener. Una de ellas es estar centrados en el “objeto arquitectónico icónico” y no en el derecho a la vivienda o el derecho a la ciudad».
85 años después de la Carta de Atenas, el académico senegalés Felwine Sarr confirmaba en su ensayo Afrotopía la validez de los postulados de Le Corbusier y los suyos cuando habla del futuro de las urbes africanas: «Se trata de aprovechar la naturaleza, iluminar y calentar los espacios de agua mediante la energía captada del sol, utilizar los materiales bioclimáticos, inclinar las paredes para dejar pasar los alisios y refrescar los cuerpos durante la estación seca. Retomar la iniciativa histórica es comenzar a construir sus ciudades sobre modelos que reflejen sus singularidades y su visión del mundo». En ello se empeñó, aunque cueste reconocerlo, la arquitectura moderna.
Compartir la entrada "Una agonía contemporánea"